martes, 16 de junio de 2015

"CONCEPCIONES HISTÓRICAS DE LA INFANCIA"

       CONCEPTO DE INFANCIA:

Con origen en la palabra

 latina infantia, la infancia es

 la etapa de la existencia 


de un ser humano que se 

inicia en el nacimiento y se 

extiende hasta 

la pubertad. El concepto 

también se emplea para 

nombrar a la totalidad de los


 niños que se encuentran dentro de dicho grupo etario.


En otro sentido, este concepto puede estar vinculado a la etapa que sucede, por

 ejemplo, a la creación de un proyecto o a la fundación de una empresa. Dado 

que también en estos casos existirá un desarrollo, un crecimiento, resulta útil la 

analogía con la vida humana para diferenciar los distintos momentos de la 

evolución.


La infancia es a menudo evocada con

 tintes nostálgicos, dada la capacidad

 del

 ser humano de rescatar lo positivo de

 cada recuerdo. Existe una tendencia

 generalizada a creer que todo lo

 acaecido en esos primeros años

 es mejor, más 

atractivo que el presente. Además, la mayoría de las personas suelen

 enternecerse al ver a un bebé, independientemente de conocerlo, de su aspecto

 físico, de su raza, etcétera.


En algunos países, infante (del latín infantis) es una denominación legal que se aplica a los chicos que tienen menos de 7 años. De acuerdo a la Convención de los Derechos del Niño, se entiende por niño a aquella persona que aún no haya cumplido 18 años, excepto que ya haya alcanzado la mayoría de edad, de acuerdo a lo estipulado por la ley.
A lo largo de la historia y con variaciones en cada país, el concepto de infancia ha variado. Pese a que las vivencias de los niños están determinadas por cuestiones biológicas y propias del desarrollo psicológico, los patrones culturales también inciden en su vida. Un claro ejemplo es que décadas atrás, fuera aceptable que los niños trabajaran o contrajeran matrimonio. Hoy en día, no sólo estas prácticas no son toleradas por la sociedad, sino que diversas organizaciones y entidades se dedican a garantizar que esto no suceda.



La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en 1989 un tratado que describe los derechos de los niños. La Convención sobre los Derechos del Niño explica, por ejemplo, que todo niño debería gozar de salud, disfrutar del descanso y el juego, tener una familia, un nombre y una nacionalidad. Entre los puntos más importantes, sin embargo, se encuentra la libertad de pensamiento y expresión y la protección contra la explotación infantil.
Esta lista de normas básicas para la vida de una persona menor de edad resulta, como cualquier otra herramienta de generalización, incompleta y engañosa, sin entrar en que se cumple según la conveniencia de cada familia o región.
 Tomemos el caso de la libre expresión, por ejemplo, e intentemos explicar el creciente índice de suicidios por abuso escolar a personas que no responden a los parámetros de la maldita normalidad. El derecho a la familia, por otro lado, responsable de múltiples formas de abuso por parte de padres, tíos, abuelos. O pensemos en la elección de la religión en el caso de quienes son bautizados o circuncidados al nacer, cuando todavía no pueden decidir.
Freud y la infancia
Para Freud, las bases de la personalidad están en los primeros años de vida, lo cual refuerza la importancia de esta etapa del desarrollo. Sigmund dice que al nacer, hacemos lo posible por satisfacer los numerosos impulsos e instintos que nos dominan, sin restricciones de ningún tipo. Más tarde, influenciados por nuestro entorno, comenzamos a establecer una serie de normas y reglas para vivir en sociedad, que nos acompañarán el resto de nuestra vida.
Una infancia marcada por hechos terribles, como maltrato físico y mental, ejemplos de delincuencia, faltas de respeto, puede resultar en un adulto violento; pero también en una persona que luche por defender los derechos humanos. No existe una receta para una infancia perfecta, pero las vivencias traumáticas de la niñez nunca pasan desapercibidas y la mayoría de los casos no tienen un final feliz. Seguramente, el mejor regalo que puede recibir un niño es la libertad; de elegir, de sentir, de expresarse, de querer y de rechazar.

Desarrollo prenatal

El desarrollo prenatal o antenatal es el proceso en el que un embrión, o feto, humano es gestado durante el embarazo, desde la fecundación hasta el nacimiento. Frecuentemente, los términos de desarrollo fetal o embriología se utilizan en un sentido similar.
Luego de la fecundación, comienza el proceso de la embriogénesis (las primeras etapas de desarrollo prenatal). Al finalizar la décima semana de edad gestacional el embrión ha adquirido su forma básica y el siguiente período es el del desarrollo fetal, cuando los órganos se desarrollan completamente. Esta etapa fetal se describe tanto tópica (por órgano) y cronológicamente (por tiempo), con los principales acontecimientos que se muestran durante la edad gestacional.



Calendario semanal del desarrollo humano antes del embarazo, y su relación con el momento del parto.



Fertilización e implantación

Un espermatozoide fecundando un óvulo.
Tras la relación sexual, sólo un espermatozoide puede atravesar la membrana celular del óvulo, y así fecundarlo, mezclando su carga genética –procedente del hombre–, con la del óvulo, –procedente de la mujer–. La célula resultante de este proceso, se llama cigoto. El cigoto contiene toda la información genética necesaria –ADN– para que esta nueva célula evolucione hasta un niño recién nacido. El cigoto emplea los siguientes días para desplazarse hasta el útero, cruzando antes la trompa de Falopio, y dividiéndose por el camino.
El conjunto de células que ha formado el cigoto, se llama blastocisto, o blástula, y se encuentra dividido en dos grupos de células; uno, más externo, y otro más interno. El grupo interno se convertirá en el embrión, y el exterior, en la membrana que lo protegerá y nutrirá durante el embarazo.
El blastocisto llega al útero al quinto día tras la fecundación, y se implanta en la pared uterina, que ya está lista gracias al ciclo menstrual de la mujer. El blastocito se adhiere fuertemente a la pared uterina, y desde allí recibe los nutrientes que necesita para continuar su desarrollo, directamente desde el torrente sanguíneo de la mujer.

Periodo embrionario

Las células del embrión, inicialmente llamadas células madre totipotentes, se multiplican rápidamente, y comienzan a diferenciarse por funciones, diferencias que marcarán los distintos tipos de células humanas (sanguíneas, renales o nerviosas).
En el primer trimestre, el llamado, periodo embrionario, es cuando más susceptible es el embrión en desarrollo, a los posibles daños –alcohol, ciertos medicamentos, drogas estimulantes, infecciones, deficiencias nutricionales, radiografías o radioterapia entre otras–.

Semana 3

  • El cerebro, el corazón y la médula espinal comienzan a desarrollarse
  • El tubo digestivo comienza a desarrollarse.

Semanas 4 a 5

Embrión de cuatro semanas tras la fecundación.
  • Las yemas o brotes de brazos y piernas se vuelven visibles
  • El cerebro se desarrolla en 5 áreas y algunos nervios craneales son visibles
  • Comienza el desarrollo de las estructuras del ojo y del oído
  • Formación del tejido que se ha de convertir en las vértebras y algunos otros huesos
  • Desarrollo posterior del corazón que ahora late a un ritmo regular
  • Movimiento de sangre rudimentaria a través de los vasos mayores

Semana 6

  • Los brazos y las piernas se han alargado y se pueden distinguir las áreas de los pies y de las manos
  • Las manos y los pies tienen dedos (dígitos), pero pueden aún estar adheridos por membranas
  • El cerebro continúa formándose
  • Comienza la formación de los pulmones

Semana 7

Embrión siete semanas, y diez milímetros, procedente de un embarazo ectópico aún en el oviducto.
  • Se forman los pezones y folículos pilosos
  • Los codos y los dedos de los pies son visibles
  • Todos los órganos esenciales se han comenzado a formar.

Semana 8

Embrión de nueve semanas, de un embarazo ectópico en una trompa de falopio.
  • Los párpados están más desarrollados
  • Las características externas del oído comienzan a tomar su forma final.
  • Continúa el desarrollo de las características faciales
  • Los intestinos rotan.

Desarrollo fetal

Esta etapa comienza desde el momento en que se ha completado la etapa embrionaria, y hasta que se produzca el parto. Durante la vida fetal no se forman órganos o tejidos nuevos, sino que se produce la maduración de los ya existentes.

Semanas 9 a 12

  • Los párpados se cierran y no se vuelven a abrir casi hasta la semana 28
  • La cara está bien formada
  • Las extremidades son largas y delgadas
  • Los genitales aparecen bien diferenciados
  • Los glóbulos rojos se producen en el hígado
  • El tamaño de la cabeza corresponde casi a la mitad del tamaño del feto
  • El feto puede empuñar los dedos
  • Aparecen los brotes dentarios

Semana 20

Feto de 18 semanas tras la fecundación.
  • El lanugo cubre todo el cuerpo
  • Aparecen las cejas y las pestañas
  • Aparecen las uñas en pies y manos
  • El feto es más activo con mayor desarrollo muscular
  • La mujer puede sentir al feto moviéndose
  • Los latidos cardíacos fetales se pueden escuchar

Semana 24

  • Las cejas y las pestañas están bien formadas
  • todas las partes del ojo están desarrolladas
  • El feto presenta el reflejo prensil y de sobresalto
  • Se comienzan a formar las huellas de la piel plantar y de la piel palmar
  • Se forman los alvéolos pulmonares

Semanas 25 a 28

  • Desarrollo rápido del cerebro
  • El sistema nervioso está lo suficientemente desarrollado para controlar algunas funciones corporales
  • Los párpados se abren y se cierran
  • El sistema respiratorio, aunque inmaduro, se ha desarrollado al punto de permitir el intercambio gaseoso

Semanas 29 a 32

  • Se presenta un aumento rápido en la cantidad de grasa corporal
  • Se presentan movimientos respiratorios rítmicos, pero los pulmones no están totalmente maduros
  • Los huesos están completamente desarrollados, pero aún son blandos y flexibles
  • El cuerpo del feto comienza a almacenar hierro, calcio y fósforo

Semana 36

  • El lanugo comienza a desaparecer
  • Se presenta un aumento en la grasa corporal
  • Las uñas de las manos alcanzan las puntas de los dedos

Semanas 37 a 40

Feto de 38 semanas.2
  • El lanugo desaparece excepto en la parte superior de los brazos y en los hombros
  • Las uñas de las manos se extienden más allá de las puntas de los dedos
  • Se presentan pequeñas yemas o brotes mamarios en ambos sexos
  • El cabello de la cabeza ahora es más grueso, más áspero y más grasoso.


"EL CONCEPTO DE INFANCIA A LO LARGO DE LA HISTORIA" 

 El interés por educar y criar a los niños es tan antiguo como la historia pero las ideas sobre cómo hacerlo y las prácticas de crianza han sido muy diferentes en distintos momentos históricos. También desde siempre ha habido una tendencia a dividir el curso de la vida en etapas o periodos, desde el nacimiento a la muerte. La forma de dividir estos periodos tenía que ver con la concepción dominante de cada sociedad y momento histórico. Por ejemplo, parece que en la Antigüedad y la Edad Media NO se reconocía la infancia como etapa con sus propias características y cualidades, y hasta el S. XVII no hubo un sentimiento de la infancia (al menos, tal y como lo entendemos actualmente). 

1) GRECIA Y ROMA Es en Grecia:


Donde nace el concepto de educación liberal y de desarrollo "integral" de la persona (cuerpo-mente). Algunos filósofos expresan la necesidad de que la educación se adapte a la naturaleza humana. [Plutarco: Sobre la educación de los niños; Platón: República; Aristóteles: Ética a Nicómaco]. Asimismo, se desarrolla la medicina e interés por la salud infantil (medicina hipocrática y galénica). Es interesante la presencia de personajes adolescentes en el teatro griego (Sófocles, Eurípides) y la forma en que se presentan en las obras. Aristóteles (384-322 a. C.): En muchos de sus escritos expresa su interés por problemas educativos, con el fin de contribuir a la formación de hombres libres. Habla de distintos periodos para la educación infantil: “…hasta los 2 años (primer periodo) conviene ir endureciendo a los niños, acostumbrándoles a dificultades como el frío… En el periodo subsiguiente, hasta la edad de 5 años, tiempo en que todavía no es bueno orientarlos a un estudio ni a trabajos coactivos a fin de que esto no impida el crecimiento, se les debe, no obstante, permitir bastante movimiento para evitar la inactividad corporal; y este ejercicio puede obtenerse por varios sistemas, especialmente por el juego […] La mayoría de los juegos de la infancia deberían ser imitaciones de las ocupaciones serias de la edad futura [Aristóteles].
En la Grecia clásica se defiende la necesidad de que los ciudadanos varones se escolaricen, primero recibiendo una instrucción informal (hasta pubertad: leer, escribir, educación física), después, una instrucción formal: literatura, aritmética, filosofía, ciencia. En Roma, pierde relevancia la educación liberal y hay mucha menos atención a la educación física y el deporte. El objetivo de la educación es formar buenos oradores, “embellecer el alma de los jóvenes mediante la retórica”. La escolarización se divide en tres etapas: "Ludus" o escuela elemental (7-12 años), “Gramática” (12-16 años): prosa, teatro, poesía; "Retórica" (desde los 16 años): estudio técnicas de oratoria y declamación (muy pocos llegan a esta última etapa educativa). Acceden a la educación los ciudadanos libres1. Hasta los 12 años, las escuelas eran mixtas y, a partir de esa edad, el destino de niños y niñas se separaba (como el de ricos y pobres). Sólo proseguían estudios los varones de familias acomodadas y, excepcionalmente, alguna chica con un preceptor (ello dependía exclusivamente de la voluntad de su padre). Pero por lo general, el que la mujer estudiara filosofía o similares contenidos se consideraba una senda “peligrosa”, “próxima al libertinaje”2. 

2) CRISTIANISMO y EDAD MEDIA: 


Para Grecia y Roma, la institución social más importante y la encargada de la educación era el ESTADO. Durante la Edad Media, por influencia del cristianismo, es la IGLESIA (controla tanto la educación religiosa como la seglar). A lo largo de la Edad Media desaparece por completo la idea de educación liberal. No se trata ya de formar a “librepensadores” sino que el objetivo de la educación es preparar al niño para servir a Dios, a la Iglesia y a sus representantes, con un sometimiento completo a la autoridad de la Iglesia. Se elimina la educación física ya que se considera que el cuerpo es fuente de pecado. En general, la tradición judeo-cristiana gira en torno al concepto de "pecado original" que conlleva 
1 En la Italia romana, entre los siglos I a.C y I d.C, había entre 5 y 6 millones de hombres y mujeres libres, y entre 1 y 2 millones de esclavos. 
2 Hay que recordar que, en Grecia y Roma, la mujer es considerada inferior al hombre, por naturaleza, y su deber es obedecerlo: “Una mujer es como un niño grande que hay que cuidar a causa de su dote y de su noble padre” “Si tu esclavo,… o tu mujer se atreven a replicarte, montas en cólera”, dice Séneca. Y, según Epicteto, “el adulterio es un robo. Sustraerle la mujer al prójimo es algo tan indelicado como arrebatarle al vecino en la mesa su porción de carne” (Tomado de Historia de la vida privada, vol. 1, pp. 52-53, p. 58). Esta última idea respecto al adulterio corresponde, sin embargo, a la moral estoica y no a la moral griega ni a la primera moral romana, según la cual era lícito “prestar” a la propia mujer a algún amigo para que disfrutase de sus servicios sexuales. la idea del niño como ser perverso y corrupto que debe ser socializado, redimido mediante la disciplina y el castigo. En el S. XVII, el Abad Bérulle escribía: "No hay peor estado, más vil y abyecto, después del de la muerte, que la infancia". No se observa una preocupación por la infancia como tal, y la educación no se adapta al niño. De hecho, toda la enseñanza de contenidos religiosos es en latín (la lengua materna se considera totalmente inapropiada para transmitir conocimiento).


 El niño es concebido como homúnculo (hombre en miniatura) Æ no hay evolución, cambios cualitativos, sino cambio desde un estado inferior a otro superior, adulto (Tomás de Aquino). Todo ello se refleja en la frase siguiente: "Sólo el tiempo puede curar de la niñez, y de sus imperfecciones". Por tanto, el niño debe ser educado para ser "reformado". Educar y criar implican cuidado físico, disciplina, obediencia y amor a Dios pero no hay referencias a la necesidad de amor para el buen desarrollo infantil. Sólo acceden a la educación algunos varones, no las mujeres. Durante toda la Edad Media el niño es utilizado como mano de obra. 






3) RENACIMIENTO al S. XVII:


Resurgen muchas de las ideas clásicas sobre la educación infantil. Se produce un auge de las observaciones de niños que revelan un nuevo interés por el desarrollo infantil. Por ejemplo, Erasmo (De Pueris, 1530) manifiesta cierto interés por la naturaleza infantil Luis Vives (1492-1540) también expresa su interés por la evolución del niño, por las diferencias individuales, por la educación de “anormales”, y por la necesidad de ADAPTACIÓN de la educación a los distintos casos y niveles. Destaca también su preocupación por la educación de las mujeres. Esta idea es central en Comenius (1592-1670), que insiste en que se debe educar tanto a niños como niñas, y en el papel de la madre como primera educadora. Defiende la escolarización obligatoria hasta los 12 años (idea abandonada por completo durante las etapas anteriores), y señala las ventajas de la enseñanza elemental en lengua materna, no en latín.



 De esta época es Héroard, que fue tutor del joven Luis XIII de Francia (hijo de Henri IV) y que escribió un diario sobre su infancia y juventud (1601-1621) en el que se revelan interesantes ideas de la época… Por ejemplo, cita el consejo que le dio Henri IV para educar a su hijo: “Que aplique el castigo físico tantas veces como sea necesario porque puedo asegurar, por mi propia experiencia, que nada me ha hecho tanto bien en la vida” Un importante cambio en las concepciones de la naturaleza humana y, en consecuencia, del niño, viene de la corriente empirista en filosofía. Locke (1632-1704) insiste en la importancia de la experiencia y los hábitos, proponiendo una visión del recién nacido como tabula rasa o pizarra en blanco, donde la experiencia va a ir dejando sus huellas… Es decir, el niño no nace bueno ni malo sino que todo lo que llegue a hacer y ser dependerá de sus experiencias. Con la Revolución Industrial y la emergencia de la burguesía disminuye drásticamente la necesidad de mano de obra infantil y, por tanto, muchos niños dejan de tener que ir a trabajar y les quedan “demasiadas horas de ocio” que deben ocupar con alguna actividad. De ahí que la necesidad de escolarizarlos se convierta en un objetivo primordial. Por otro lado, los cambios en la vida social (la emergencia de ciudades) y familiar (la vida en las casas y los cambios en su distribución) promueven un contacto más estrecho entre padres e hijos. 

4) SIGLOS XVIII-XIX: 

 Una de las figuras más importantes del S. XVIII es Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Su obra Émile ou de l´éducation (1762) contiene una serie de principios básicos sobre cómo educar a los niños, y se convierte en un libro muy de moda en la alta sociedad francesa. Entre sus ideas más influyentes y conocidas está la de que el niño es bueno por naturaleza. Nace así, al menos, y es la sociedad la que puede llegar a pervertir las buenas inclinaciones del niño. Nótese que en esto hay diferencias importantes entre Rousseau y las corrientes empiristas (Locke y todo el empirismo inglés, en general). Por otro lado, defiende con vigor que toda educación debe ADAPTARSE al nivel del niño, la importancia de la acción y experiencia, y no sólo de la palabra, para adquirir el conocimiento. Critica las prácticas instructivas excesivamente memorísticas. Frente a la perspectiva medieval del niño como homúnculo, Rousseau sostiene que es un ser con características propias, que sigue un desarrollo físico, intelectual, moral… y resume estas ideas en la frase: 


El pequeño del hombre no es simplemente un hombre pequeño. Para Rousseau, la educación debe ser obligatoria y debe incluir a la mujer. Otras ideas innovadoras de pedagogos y filósofos son las de Pestalozzi (1746-1827); Tiedemann (1748-1803); Froebel (1782-1852). Este último promueve la idea del "kindergarten" (escuela preescolar) y destaca la continuidad educativa entre escuela-hogarcomunidad, la importancia del juego infantil para su desarrollo y la necesidad de interacción y contacto entre padres e hijos. En estos dos siglos (XVIII y XIX) proliferan las observaciones de niños, cada vez más sistemáticas, realizadas por pedagogos, filósofos y hombres de ciencia, muchas de ellas con sus propios hijos. Se publican monografías biográficas: Taine, 1876; Darwin, 1877; Preyer, 1882; etc. Hay un gran interés por sujetos “excepcionales” o “especiales”: estudio de Itard sobre el niño salvaje de Aveyron; estudio de superdotados (Mozart), ciegos de nacimiento que recuperan la vista… Charles Darwin (1809-1882), con la publicación del Origen de las especies (1859) provoca una revolución conceptual en las ciencias y en la concepción del hombre. 
Aunque su influencia en la psicología es más tardía, en su teoría subyacen conceptos clave, como la continuidad animalhombre y niño-hombre; una aproximación naturalista al desarrollo humano, y una psicología comparada. Se puede decir que el estudio científico del niño empieza en la segunda mitad del S. XIX. Además, a finales de ese siglo se plantean una serie de problemas prácticos en relación con las técnicas de crianza y educación de los niños. En algunos países se ha planteado ya la necesidad de una educación obligatoria generalizada, suscitando grandes debates sociales y políticos (parlamentarios) sobre el tema. Entre los problemas concretos que se plantean está la necesidad de identificar a los niños que tienen un desarrollo "normal" distinguiéndolos de los retardados (Francia). 
Esto llevará a desarrollar los primeros instrumentos de medida del desarrollo (primer test de inteligencia de Binet y Simon, 1905). Sin embargo, en el siglo XIX no hay todavía una concepción unificada de la infancia y de la educación. En la Europa continental persiste la influencia del pensamiento de Rousseau que defiende la bondad natural del niño y la idea de una educación permisiva. Por el contrario, en EEUU e Inglaterra es la tradición calvinista la más influyente: el niño debe ser reformado mediante una educación autoritaria que haga uso del castigo físico y público. 


Algunos datos sobre la infancia a lo largo de la historia:

 *El infanticidio se practicaba profusamente con: niños deformes o con algún defecto físico; hijos ilegítimos o producto de relaciones adúlteras de la mujer; también por falta de recursos económicos para mantenerlos (en ese caso, también se optaba por “donar” al recién nacido a vecinos o familiares); y en ocasiones por razones religiosas oscuras (ofrendas, etc.). La prerrogativa de aceptar y reconocer al hijo era del padre. Si éste lo rechazaba, se abandonaba al recién nacido en la calle, y podía recogerlo (o no) quien quisiera. A esto se le llamaba “exposición” del bebé (niños expósitos). Tal práctica era más común con las niñas por su baja valoración dentro de sociedad
En la época romana, la pobreza llevaba a mucha gente a vender a sus recién nacidos a los traficantes de esclavos “que los adquirían todavía ‘sanguinolentos’, apenas salidos del vientre de sus madres, que de este modo no tenían tiempo de verlos y encariñarse con su escaso valor social que con los niños (en algunos periodos de la antigüedad la proporción llegó a ser de 20 niñas por cada 100 niños!). El infanticidio no se considera asesinato hasta el siglo IV, aunque se sigue practicando profusamente durante la E. Media. “Si llegas a tener un hijo (¡toco madera para que así sea!), déjalo vivir; si es una niña, deshazte de ella” (Carta de un heleno a su mujer, año 1 antes de Cristo.). 

*La anticoncepción (mediante métodos como el lavado post-coito, diafragmas, drogas espermicidas, todos ellos “a cargo de la mujer”, no del hombre), el aborto (practicado hasta momentos muy avanzados del embarazo), eran prácticas comunes y legales en Grecia y Roma. - A lo largo de la antigüedad y Edad Media, la mortandad infantil por causas naturales es muy elevada: enfermedades, mala alimentación, atención y trato inadecuados y por accidentes (descuidos). Por eso, el niño de pecho era relativamente poco valorado y sólo adquirían valor los niños que habían superado los 4-5 o incluso 6 años. Por estas razones, la infancia se describía como "edad muy frágil” y, para los que la superaban, como una época de transición, que pasa rápido y de la que se pierde el recuerdo. 

*Respecto al trato de los hijos, una idea muy extendida durante siglos es que el padre y la madre deben asumir distintos papeles: severidad y pocas expresiones afectivas por parte del padre, condescendencia y afecto de la madre (estos papeles se adscriben también de forma diferencial, en ciertos momentos históricos, a la abuela paterna y a la materna). Junto a estas ideas, pervive durante siglos la convicción de que la influencia prolongada de una madre “afectiva” y “besucona” es nociva para el desarrollo del niño. 



*La pobreza secular de grandes sectores de la población europea conlleva la práctica de incorporar al niño al trabajo desde los 5 años (hasta el S. XIV, muchas niñas de familias pobres son entregadas como sirvientas a los 6 años). El niño es en cierto modo “esclavo del adulto”. Los padres tienen la propiedad sobre él. Pueden entregarlo, abandonarlo, venderlo (Babilonia, Grecia, Europa). En el S. XII la Iglesia decreta que no se puede vender a un hijo después de los 7 años. En Rusia no se prohíbe legalmente hasta el XIX. ellos (de Historia de la vida privada, vol.1, p. 63) 4 Se sabe por numerosos documentos que los niños sufrían abusos diversos (físicos, sexuales...) y que eran frecuentemente "objeto" de diversión de los adultos. 

*En lo que se refiere a la representación de la infancia en el arte, es interesante que en las efigies funerarias no aparece la figura del niño hasta el S. XVI (posiblemente porque el niño es considerado como algo más próximo a un animal doméstico que a un ser humano). La idea del "niño-homúnculo" se refleja también en la pintura. Según los historiadores, el arte medieval no "conocía" la infancia o no trataba de representarla. Las pinturas de niños muestran a éstos como hombre minúsculos, sin rasgos de infancia (la musculatura era la misma que la de los adultos pero reducida de tamaño). No se observa ninguna idealización de la infancia en el arte. Los griegos son excepción. S. XVIII: Maltusianismo. Prácticas anticonceptivas. 


*Disminución de la mortandad infantil: el niño ya no es una “pérdida inevitable” y desaparece gradualmente la idea previa del niño como "despilfarro necesario" (es decir, la idea de que es necesario procrear muchos hijos para conseguir que algunos lleguen a la edad adulta). Es importante recordar que, durante siglos, hay un interés por "educar" al niño (sobre todo por razones prácticas), no por su desarrollo, y que es en el S. XVII cuando aparecen algunos pensadores que se preocupan por adaptar la educación al niño y critican las prácticas pedagógicas tradicionales (por ej. la escolástica). Sin embargo, hasta el S. XX la infancia no es plena y explícitamente reconocida como periodo con sus propias características y necesidades, el niño como persona, con derecho a la identidad personal, a la dignidad y la libertad. (Declaración de los Derechos del Niño, Proclamada por la Asamblea General en su resolución 1386-XIV, de 20 de noviembre de 1959. Sin embargo, este texto no es de cumplimiento obligatorio para los Estados hasta 1989, cuando La Convención sobre los Derechos del Niño es adoptada por la Asamblea General de la ONU y abierta a la firma y ratificación por parte de los Estados). Principios fundamentales (Derechos del niño) 


• Participación: Los niños, como personas y sujetos de derecho, pueden y deben expresar sus opiniones en los temas que los afecten. Sus opiniones deben ser escuchadas y tomadas en cuenta para la agenda política, económica o educativa de un país. De esta manera se crea un nuevo tipo de relación entre los niños, niñas y adolescentes y quienes toman las decisiones por parte del Estado y la Sociedad Civil. 

Supervivencia y Desarrollo: Las medidas que tomen los Estados Parte para preservar la vida y la calidad de vida de los niños deben garantizar un desarrollo armónico en el aspecto físico, espiritual, psicológico, moral y social de los niños, considerando sus aptitudes y talentos. 
• Interés Superior del Niño: Cuando las instituciones públicas o privadas, autoridades, tribunales o cualquier otra entidad deba tomar decisiones respecto de los niños y niñas, deben considerar aquellas que les ofrezcan el máximo bienestar. 


• No Discriminación: Ningún niño debe ser perjudicado de modo alguno por motivos de raza, credo, color, género, idioma, casta, situación al nacer o por padecer algún tipo de impedimento físico. 



"CONCEPCIONES HISTÓRICAS DE LA INFANCIA"

El campo de estudio científico de los historiadores ha registrado una notable ampliación de horizonte, han tenido que superar las barreras de la indagación histórico-política e histórico-institucional tradicional que limitaba sus indagaciones a la denominada historia de la vida o esfera ”pública”. Este giro temático ha conducido al estudio de la denominada historia de la esfera o de la “vida privada”, de este modo, la familia, las mujeres y la infancia han pasado a ser objetos posibles, no siempre privilegiados, de estudio histórico. La infancia que ha sido materia de amplios estudios de tipo pedagógico y sobre todo psicológico (Delval, 1988; 1996; Bradley, 1992), aún no se ha tomado de manera intensa como objeto de examen histórico en sus condiciones reales de vida. Ulivieri (1986) y DeMause (1991) coinciden en afirmar que la ausencia de una más amplia y completa historia de la infancia se debe, entre otros, factores, a la incapacidad por parte del adulto de ver al niño en una perspectiva histórica: cuando los hijos adquieren autonomía, pertenecen al mundo de los adultos, y sólo cuando se accede a este mundo, se comienza a formar parte de la historia; en consecuencia, al negarse con todas sus características, tampoco existía su historia. Para DeMause (1991) la historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuanto más se retrocede en el pasado, más bajo es el nivel de la puericultura y más expuestos están los niños a la muerte violenta, al abandono, los golpes, al temor y a los abusos sexuales.
Si los historiadores no han reparado hasta ahora en estos hechos es porque durante mucho tiempo se ha considerado que la historia seria debía estudiar los acontecimientos públicos, no los privados. Los historiadores se han centrado tanto en el ruidoso escenario de la historia, con sus fantásticos castillos y sus grandes batallas, que por lo general no han prestado atención a lo que sucedía en los hogares y en el patio de recreo. Si bien la sociología ha estudiado al niño como elemento social, la pedagogía como sujeto de educación y escolarización; y la psicología como sujeto de desarrollo fisiológico y psicológico, la historia lo ha hecho de una manera incidental; la prueba está en que el mismo “concepto de infancia” podría ser una expresión que explica el distanciamiento de la infancia viva y real. No obstante, es importante destacar que el trabajo histórico, en particular la historia social, ha impulsado el estudio de la infancia “viva” y real”, de ahí que sus estudios destaquen aspectos peculiares asociados a la historia de la infancia como pueden ser las condiciones de la mujer y la futura madre, las pautas de crianza, la alimentación, las instituciones escolares, los sistemas disciplinares, el abandono, el maltrato, el infanticidio, la supervivencia, los inicios de la pediatría, el trabajo, la salud infantil, etc.  La historia social, la historia de la pedagogía y la psicología social nos han mostrado que no hay una sola concepción de infancia; ésta ha cambiado a lo largo de los siglos. El trabajo pionero y ampliamente citado de Ariés (1973, 1986,1987), la historia de la infancia de Lloyd de Mause (1991), el estudio sobre la genealogía del concepto de infancia de Varela (1986) y, para el caso colombiano, los estudios de Pachón y Muñoz (1991, 1996) dejan al descubierto que las concepciones de la infancia no han sido estables sino, más bien, variables en dependencia de las distintas condiciones sociohistóricas.
Para Becchi y Julia (1998:13), la historiografía de la infancia a avanzado considerablemente luego de treinta años. La demografía histórica nos ha revelado elementos muy decisivos sobre las estructuras familiares, la infancia abandonada o el nacimiento de las prácticas de anticoncepción. El desplazamiento del interés de los historiadores de una historia económica o polí- tica a una historia de las costumbres o de las mentalidades ha conducido a volcar con más claridad la atención hacia la historia de la vida privada. La concepción de la infancia guarda coherencia con la sociedad vigente. Como se ha dicho al inicio de este capítulo, los principios de organización religiosa y militar presentes en períodos como el siglo XII y XIII dan origen a los niños de las cruzadas. Los principios de organización educativa y científica del siglo XVII y XVIII dan origen al niño escolar. Los principios de organización industrial dan origen a los niños trabajadores y a los aprendices del siglo XIX. Los principios de organización familiar dan origen al hijo de familia que realiza todas sus actividades en el hogar bajo la tutela de los padres. El fortalecimiento del Estado da origen a los hijos del estado, niños que desde muy pequeños pasan de manos de sus padres a las de un personal especializado que se hace cargo de ellos en guarderías y jardines infantiles, como se ve actualmente. Esta misma situación se observa en las instituciones que se encargan de la protección del niño: de instituciones masivas tipo cuartel o convento se pasa a la institución escuela, institución taller o institución hogar. Ariés (1973,1986,1987), ha mostrado el carácter invisible de las concepciones de la infancia. La antigua sociedad tradicional occidental no podía representarse bien al niño y menos aún al adolescente; la duración de la infancia se reducía al período de su mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no puede valerse por sí misma; en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos, con quienes compartía trabajos y juegos. El bebé se convertía en seguida en un hombre joven sin pasar por las etapas de la juventud, las cuales probablemente existían antes de la Edad Media y que se han vuelto esenciales hoy en día para prácticamente todas las sociedades, desarrolladas o no. 
         
Desde una perspectiva psicogénica de la historia de la infancia, De Mause (1991) enseña que las concepciones de la infancia está íntimamente asociadas a las formas o pautas de crianza. Se conciben éstas como formas o tipos de relaciones paterno filiales que han tenido un desarrollo no lineal en la historia de la humanidad. Así tenemos los siguientes tipos: infanticidio (antigüedad -siglo IV); abandono (siglos IV-XIII); ambivalencia (siglos XIV-XVII); intrusión (siglo XVIII); socialización (siglos XIX- mediados del XX); ayuda (se inicia a mediados del siglo XX). En este contexto, las concepciones de infancia están determinadas por la secuencia continua de aproximación entre padres e hijos a medida que, generación tras generación, los padres superaban lentamente sus ansiedades y comenzaban a desarrollar la capacidad de conocer y satisfacer las necesidades de sus hijos. Desde una perspectiva de análisis histórico de la genealogía y del poder para indagar las imágenes de la infancia, Varela (1986) estudia cómo las figuras de la infancia no son ni unívocas ni eternas. Las variaciones que han sufrido en el espacio y en el tiempo son una prueba de su carácter sociohistórico. Las transformaciones que han afectado a la percepción de la infancia moderna están íntimamente ligadas a los cambios en los modos de socialización. La categoría de infancia es, en definitiva, una representación colectiva producto de las formas de cooperación entre grupos sociales también en pugna, de relaciones de fuerza, de estrategias de dominio. La categoría de infancia está orientada por intereses sociopolíticos; incluye, bajo diferentes figuras encubiertas, una aparente uniformidad que ha permitido concebir proyectos educativos elaborados en función de grupos de edad y de prestigio, y que hace viables códigos científicos tales como los discursos pedagógicos, la medicina infantil o la psicología evolutiva.

 Todas estos saberes son inseparables de las instituciones, de las organizaciones y de los reglamentos elaborados en torno a la categoría de infancia que a su vez se ve instituida y remodelada por ellos. En Colombia el estudio histórico de las concepciones y representaciones de la infancia se encuentra en las obras pioneras de Pachón (1985) y de Muñoz y Pachón (1988; 1989; 1991; 1996). He aquí una descripción de cómo se entendía la infancia en Santa Fé de Bogotá a comienzos del siglo XX: “Padres, maestros y sacerdotes aparecen como la trinidad educadora de la época y constituyen aquellos pilares en los que la sociedad depositó la responsabilidad de perfeccionar esos maleables e imperfectos, irreflexibles y frágiles y encauzarlos por el camino de la vida racional y cristiana. Los textos revisados se encuentran inundados de metáforas religiosas, militares y campesinas. El niño es ángel, o demonio, hijo de Dios o hijo del diablo, lleno de pasiones, lleno de virtudes. Soldado raso, combatiente el niño es una planta que hay que regar, una tierra que hay que arar. En los textos se encuentran también metáforas científicas: los niños son seres biológicos, entes psicológicos, seres sociales. A comienzos del siglo se empieza a ver la lucha entre las metáforas religiosas, morales, militares, campesinas y las metáforas científicas; la lucha entre la visión religiosa y militar de la niñez y las instituciones que lo protegían y la visión educativa, sanitaria, laboral y psicológica, de las nuevas instituciones» (Muñoz y Pachón, 1991, p. 374). Estas mismas autoras (1996) aprecian que la concepción de la infancia había experimento en Colombia, ya a mediados de siglo, una seria transformación con respecto a la de principio de siglo, y anotan que «lo demoníaco y lo divino fue reemplazado por una referencia directa a las cualidades del niño que había que estimular y a un reconocimiento de la vida emocional del bebé.

 Los conceptos de pecado y maldad innata se cambiaron por una referencia a los problemas del comportamiento y a las dificultades en el desarrollo de la personalidad, debidas a la intervención inadecuada del ambiente... La inteligencia ya no era un bien dado sino algo susceptible de desarrollarse. La imaginación no era mal hábito, sino una cualidad que había que ampliar y darle campo libre. Las fantasías y los sueños de los niños no eran algo que debía combatirse, sino formas útiles de comprensión del mundo. La curiosidad no debía evitarse, era una cualidad deseable y fomentable. La explotación del mundo y de sí mismo era algo que había que ayudarles a desarrollar. El juego no era tiempo perdido, sino una actividad que debía utilizarse permanentemente en la educación y en la formación de hábitos» (Muñoz y Pachón, 1996, p. 330). Para terminar este apartado introductorio, es importante anotar que desde finales de los años 70, cuando Ariés corrige su idea de un progreso cuasilineal del sentimiento de infancia, la historiografía a la vez se ha enriquecido y parcelado. Según Becchi y Julia (26-30), este fenómeno se comprende en el marco de tres elementos mayores que han considerablemente modificado, desde los años 1950, la relación de las sociedades europeas frente a la infancia, a saber: (a) el primero es una modificación considerable en la distribución de las edades de la vida: los umbrales que caracterizan el paso de la infancia a la juventud y de la juventud a la edad adulta otra vez y de manera progresiva se han borrado; (b) la segunda mutación tiene que ver con la hypermedicalisación de la procreación, esto es, los complejos problemas que suscitan la rapidez de los progresos técnicos en el dominio de la procreación; (c) un tercer elemento que modifica la relación que mantienen las sociedades europeas con la infancia tiene que ver con las transformaciones que ha conocido la familia en el curso de los últimos treinta años. La baja nupcialidad, el aumento de las prácticas de la cohabitación, las rupturas entre parejas son pruebas de una creciente fragilidad de la relación conyugal tradicionalmente conocida y fundada sobre el amor. 


No debe sorprender entonces que la historiografía de los años 70 y 80 hayan a su manera registrado estas mutaciones. Como escriben Becchi y Julia (1998:30-31), si bien, las tentativas de elaborar grandes síntesis como la de Aries están ausentes, tres campos han demostrado ser fructíferos para recoger los cambios indicados, a saber: (a) la historia de la educación se ocupa de la evolución de las instituciones educativas, de su funcionamiento y de las disciplinas escolares en el marco de la escolarización masiva de los últimos treinta años; (b) el Interés que se presta a la historia del nacimiento y del parto en los períodos antiguos en los ambientes del hogar y del hospital; y, finalmente, (c) la historia de la familia ha sido el campo más visitado. Las pacientes reconstrucciones demográficas e históricas sobre el bautismo y el estado civil, así como los estudios de parentesco de los etnólogos han contribuido al estudio de la infancia en el medio familiar contemporáneo. 
1.1. Una nueva sensibilidad: el descubrimiento de la infancia La cuestión del origen de la concepción moderna de la infancia nos remite a un estudio que hoy se considera clásico y que representa un punto de referencia constante para esta temática: El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen del historiador francés Philipe Ariès (1973, 1986,1987). Ante todo, Ariès desea hacer visible cómo la actitud de los adultos frente a la infancia ha cambiado en el curso de la historia, y sigue cambiando hoy en día de manera lenta y en ocasiones imperceptible para nosotros como contemporáneos. La novedad de la obra de Ariès consistió, entonces, en desarrollar una historia de la evolución de las diversas actitudes mentales de la familia hacia los niños. Lo que Aries examina es la “historia tácita” de los sentimientos presentes en la cotidianeidad del pasado. Según el historiador francés (1986), se pasa de una sociedad amplificada en la que el niño, cuando apenas era capaz de valerse por sí mismo, vivía ya como adulto en medio de los adultos, “libre”, en cuanto ser autónomo y productivo, a una sociedad que se encierra en núcleos familiares, privatizando a la infancia y segregándola mediante diversos sistemas “educativos” que implican la intervención de la autoridad paterna y la vida regulada por regímenes disciplinarios, ya sea en el seno de la familia o en la escuela.

 Uno de los puntos de partida de su indagación fue un hecho evidente: en la iconografía alto-medieval se representaba al niño como un hombre en miniatura, mientras que es típico de la familia europea del siglo XIX organizarse “con el niño en el centro”. Entonces, se propuso explicar históricamente este tránsito del olvido a la centralidad de la infancia, un tránsito del anonimato y de la indiferencia hacia el niño de las épocas remotas al de la criatura más preciosa, la más rica en promesas y en futuro, que tenemos hoy en día. El complejo proceso del “descubrimiento” de la infancia es concebido como un tránsito progresivo de una edad infantil feliz, o cuando menos vivida en formas no constrictivas y no diferentes a las de los adultos, a través de una mayor consideración y valoración de la infancia, a reducir la libertad primitiva mediante vínculos, esquemas educativos, formas de instrucción y largos períodos de preparación para la vida adulta. Al niño romano recién nacido se le posaba en el suelo. Correspondía entonces al padre reconocerlo cogiéndolo en brazos; es decir, elevarlo (elevare) del suelo: elevación física que, en sentido figurado, se ha convertido en criarlo. Si el padre no “elevaba” al niño, éste era abandonado, expuesto ante la puerta, al igual que sucedía con los hijos de los esclavos cuando el amo no sabía qué hacer con ellos. Ariès se pregunta si se debe pues interpretar aquel gesto como una especie de procedimiento de adopción, según el cual no se aceptaba al niño como un crecimiento natural independiente de la voluntad consciente de los hombres, para los cuales constituía un nada, un nihil destinado a desaparecer, a no ser que se le reconociese mediante una decisión reflexiva del padre. A manera de respuesta, considera que es posible relacionar este hecho con la frecuencia con la que se producían las adopciones en Roma. En realidad los lazos sanguíneos contaban mucho menos que los vínculos electivos, y cuando un romano se sentía movido a la función de padre prefería adoptar el hijo de otro o criar el hijo de un esclavo, o un niño abandonado, antes que ocuparse automáticamente del hijo por él procreado.

 En opinión de Ariès, a la vista de cuanto se sabe sobre la historia de la familia, del niño y de la anticoncepción, se puede advertir una correlación entre los tres factores siguientes: la elevatio del niño en el momento del nacimiento; la práctica, muy difundida, de la adopción; y la extensión del infanticidio. La sexualidad se encuentra, separada de la procreación. Esta situación cambió a lo largo de los siglos II y III. A partir de este momento aparece un modelo distinto de la familia y del niño. El matrimonio asume una dimensión psicológica y moral que no tenía en la Roma antigua; se extiende más allá de la vida, a la muerte. La unión de los dos cuerpos se hace sagrada, al igual que los hijos que son el fruto de ella. Los vínculos naturales, carnales y sanguíneos son más importantes que el concubinato, el nacimiento más que la adopción. “El nasciturus ya no era el fruto del amor que se podría evitar con alguna atención y sustituir con ventaja mediante una elección con la adopción, como sucedía en la época de los antiguos romanos. El hijo se convierte en un producto indispensable, en cuanto que es insustituible. En el siglo VI empiezan, y durarán mucho, tiempos duros, en los que las ciudades se contraen y se fortifican, se erigen castillos, y en los que diversos vínculos de dependencia sustituyen a las relaciones de derecho público existentes en la polis antigua y en los estados griegos: vínculos de lealtad personal, compromisos de hombre a hombre. El poder de un individuo ya no depende de su rango, del cargo que ocupa, sino del número y de la lealtad de su clientela, la cual se confunde con la familia, y de las alianzas que se pueden establecer en otras redes de clientelas” (Aries, 1986: 8-9).


 Esta actitud tendrá una doble consecuencia: la revalorización de la fecundidad, de un lado, así como la indirecta y ambigua revalorización del niño, de otro. La revalorización de la fecundidad significa que una familia poderosa era necesariamente una familia numerosa, en los castillos, pero también en las cabañas, para de esta manera garantizar la seguridad y la mano de obra. Se asiste a la revalorización del niño porque el infanticidio se convirtió en delito. Esta prohibido abandonar a los recién nacidos, los cuales están rigurosamente tutelados por la ley (la de la iglesia y la del Estado). Los infanticidios y los abortos están severamente condenados y perseguidos judicialmente. Ahora bien, desde el momento en que la vida del niño se convierte en un valor, el propio niño se convierte en una forma interesante y agradable, señal de la atención que se le presta. El mundo griego, y el romano, se extasiaba ante el cuerpo de los niños desnudos: los efebos. Los colocaba por todas partes, como Luis XIV en Versalles. Los efebos reaparecerán en la iconografía del renacimiento. La infancia perderá, a lo largo de la alta Edad Media y durante bastantes siglos, la acentuada peculiaridad que había adquirido en Roma en la época imperial. Parece como si el hombre de principios de la Edad Media sólo viese en el niño un hombre pequeño o, mejor dicho, un hombre aún más pequeño que pronto se haría, o debería laciones de derecho público existentes en la polis antigua y en los estados griegos: vínculos de lealtad personal, compromisos de hombre a hombre. El poder de un individuo ya no depende de su rango, del cargo que ocupa, sino del número y de la lealtad de su clientela, la cual se confunde con la familia, y de las alianzas que se pueden establecer en otras redes de clientelas” (Aries, 1986: 8-9).
 Esta actitud tendrá una doble consecuencia: la revalorización de la fecundidad, de un lado, así como la indirecta y ambigua revalorización del niño, de otro. La revalorización de la fecundidad significa que una familia poderosa era necesariamente una familia numerosa, en los castillos, pero también en las cabañas, para de esta manera garantizar la seguridad y la mano de obra. Se asiste a la revalorización del niño porque el infanticidio se convirtió en delito. Esta prohibido abandonar a los recién nacidos, los cuales están rigurosamente tutelados por la ley (la de la iglesia y la del Estado). Los infanticidios y los abortos están severamente condenados y perseguidos judicialmente. Ahora bien, desde el momento en que la vida del niño se convierte en un valor, el propio niño se convierte en una forma interesante y agradable, señal de la atención que se le presta. El mundo griego, y el romano, se extasiaba ante el cuerpo de los niños desnudos: los efebos. Los colocaba por todas partes, como Luis XIV en Versalles. Los efebos reaparecerán en la iconografía del renacimiento. La infancia perderá, a lo largo de la alta Edad Media y durante bastantes siglos, la acentuada peculiaridad que había adquirido en Roma en la época imperial. Parece como si el hombre de principios de la Edad Media sólo viese en el niño un hombre pequeño o, mejor dicho, un hombre aún más pequeño que pronto se haría, o debería Un sentimiento bifronte: de un lado, solicitud y ternura, una especie de forma moderna de mimar; y del otro, también solicitud, pero con severidad: la educación. Ya había “niños malcriados” en el siglo XVII, mientras que dos siglos antes no se encontraba ni uno solo. Para “malcriar” a un niño hay que tener hacia él un sentimiento de ternura extremadamente fuerte, y también es necesario que la sociedad haya tomado conciencia de los límites que, en bien del muchacho, debe observar la ternura. Toda la historia de la infancia, desde el siglo XVIII hasta nuestros días, está constituida por una diversa dosificación de ternura y de severidad. Siguiendo al historiador francés Ariès (1987), se pueden sintetizar a continuación sus tesis básicas sobre la concepción histó- rica de la infancia. La antigua sociedad tradicional occidental no podía representarse bien al niño, y menos todavía al adolescente. La duración de la infancia se reducía al período de su mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no podía valerse por sí misma; en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos, con quienes compartía sus trabajos y juegos
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. El bebé se convertía enseguida en un hombre joven sin pasar por las etapas de la juventud, las cuales probablemente existían antes de la edad media y que se han vuelto esenciales hoy en día en las sociedades desarrolladas. La transmisión de valores y conocimientos, y en general la socialización del niño, no estaba garantizada por la familia, ni controlada por ella. Al niño se le separaba enseguida de sus padres, y puede decirse que la educación, durante muchos siglos fue obra del aprendizaje, gracias a la convivencia del niño o del joven con los adultos, con quienes aprendía lo necesario ayudando a los mayores a hacerlo. La presencia del niño en la familia y en la sociedad era tan breve e insignificante que no había tiempo ni ocasiones para que su recuerdo se grabara en la memoria y en la sensibilidad de la gente. Sin embargo existía un sentimiento superficial del niño -que Ariès denomina el “mimoseo” (mignotage) - reservado a los primeros años cuando el niño era una cosita graciosa. La gente se divertía con él como si fuera un animalillo, un monito impúdico. Si el niño moría entonces, como ocurría frecuentemente, había quien se afligía, pero por regla general no se daba mucha importancia al asunto: otro le reemplazaría enseguida, el niño no salía de una especie de anonimato. Si superaba los primeros riesgos, si sobrevivía al período del “mimoseo”, solía suceder que el niño vivía fuera de su familia. Familia constituida por la pareja y los hijos que permanecían en el hogar. Esta antigua familia tenía como misión profunda la conservación de bienes, la práctica de un oficio común, la mutua ayuda cotidiana en un mundo en donde un hombre y aun más una mujer aislados no podía sobrevivir, y en los casos de crisis, la protección del honor y de las vidas. La familia no tenía una función afectiva, lo que no significa que el amor faltara siempre; al contrario, suele manifestarse a veces desde los esponsales, y en general, después del matrimonio creado y sustentado por la vida común. Pero, y esto es lo que importa, el sentimiento entres padres e hijos no era indispensables para la existencia, ni para el equilibrio de la familia: tanto mejor si venía por añadidura. Las relaciones afectivas y las comunicaciones sociales se consolidaban fuera de la familia, en un “círculo” denso y muy afectuoso, integrado por vecinos, amigos, amos y criados, niños y ancianos, mujeres y hombres, en donde el afecto no era fruto de la obligación y en el que se diluían las familias conyugales. 
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Los historiadores franceses denominan hoy “sociabilidad” esta propensión de las comunicaciones tradicionales a las reuniones, a las visitas, a las fiestas. A fines del siglo XVII de forma definitiva se produjo una transformación considerable en la situación de las costumbres (Ariès,1987). La escuela sustituyó al aprendizaje como medio de educación, lo que significa que cesó la cohabitación del niño con los adultos y por ello cesó el aprendizaje de la vida por el contacto directo con ellos. A pesar de muchas reticencias y retrasos, el niño fue separado de los adultos y mantenido aparte, en una especie de cuarentena, antes de dejarle suelto en el mundo. Esta cuarentena es la escuela, el colegio. Comienza entonces un largo período de reclusión de los niños (así como los locos, los pobres y las prostitutas) que no dejará de progresar hasta nuestros días, y que se llama escolarización. Este hecho de separar a los niños, y de hacerlos entrar en razón, debe interpretarse como un aspecto más de la gran moralización de los hombres realizada por los reformadores católicos o protestantes, de la iglesia, de la magistratura o del estado. Pero ello no hubiera sido posible en la práctica sin la complicidad sentimental de las familias. La familia se ha convertido en un lugar de afecto necesario entre esposos y entre padres e hijos, lo que antes no era. Este afecto se manifiesta principalmente a través de la importancia que se da, en adelante, a la educación. Ya no se trata de establecer a sus hijos únicamente en función de la fortuna y del honor. Surge un sentimiento completamente nuevo: los padres se interesan por los estudios de sus hijos y los siguen con una solicitud propia de los siglos XIX y XX, pero desconocida antes. Este proceso de transformación está asociado a lo que Ariès denomina “sentimientos” sobre la infancia, un primer “sentimiento” considera que en la Edad Media, y durante mucho más tiempo en las clases populares, los niños vivían mezclados con los adultos, desde que se les consideraba capaces de desenvolverse sin ayuda de las madres o nodrizas, pocos años después de un tardío destete, aproximadamente a partir de los siete años. Desde ese momento, los niños entraban de golpe en la gran comunidad de los hombres y compartían con sus amigos, jóvenes o viejos, los trabajos y los juegos cotidianos. 
El movimiento de la vida colectiva arrastraba en una misma oleada las edades y las condiciones, sin dejar a nadie un momento de soledad ni de intimidad. En esas existencias demasiado densas, demasiado colectivas, no quedaba espacio para un sector privado. La familia cumplía una función: la transmisión de la vida, de los bienes y de los apellidos, pero apenas penetraba en la sensibilidad.
La familia moderna puede concebirse sin afecto, pero en ella están arraigados el cuidado de los niños y la necesidad de su presencia. Esta civilización medieval había olvidado la paideia de los antiguos e ignoraba todavía la educación de los modernistas. El hecho esencial es el siguiente: la civilización medieval no tenía idea de la educación. Nuestra sociedad depende hoy del éxito de su sistema educativo. Tiene un sistema de educación, una concepción de la educación, una conciencia de su importancia. Unas ciencias recientes, como el psicoanálisis, la pediatría y la psicología, se dedican a los problemas de la infancia, y sus consignas llegan a los padres a través de una vasta literatura de vulgarización. Esta preocupación por la infancia no la conocía la civilización medieval porque para ella no había ningún problema: el niño, desde su destete, o un poco más tarde, pasaba a ser el compañero natural del adulto. Las clases de edad del neolítico, o la paideia helenista, suponían una diferencia y un paso del mundo de los niños al de los adultos, transición que se efectuaba gracias a la iniciación o a una educación. La civilización medieval no percibía está diferencia y carecía, pues, de esta noción de paso. El segundo “sentimiento” se ubica a principios de la era moderna. El gran acontecimiento fue la reaparición del interés por la educación, interés que inspiraba a algunos eclesiásticos, legistas, investigadores, escasos aún en el siglo XV, pero cada vez más numerosos e influyentes en los siglos XVI y XVII, cuando se mezclaron con los partidarios de la reforma religiosa. Eran principalmente moralistas antes que humanistas: estos últimos pertenecían apegados a la formación del hombre, la cual se extendía a toda la vida, y casi no se preocupaban de la formación reservada a los niños.
Esos reformadores, esos moralistas, lucharon con decisión contra la anarquía (o lo que en lo sucesivo parecía anárquico) de la sociedad medieval, mientras que la iglesia, a pesar de su oposición, se había resignado a ello desde hacía mucho tiempo e incitaba a los justos a que buscasen su salvación fuera de este mundo pagano, en el retiro de los claustros.

Se percibe así una verdadera moralización de la sociedad, y el aspecto moral de la religión comienza a predominar poco a poco. Así es como esos paladines de un orden moral tuvieron que reconocer la importancia de la educación. Se ha constatado su influencia sobre la historia de la escuela, la transformación de la escuela libre en colegio vigilado. Las ordenes religiosas fundadas en esa época, tales como los jesuitas o los oratorianos, se convierten en órdenes docentes, y su enseñanza no se dirige ya a los adultos, como las de los predicadores y mendicantes de la Edad Media, sino que se reserva esencialmente a los niños y a los jóvenes. Esta literatura, esta propaganda, enseñaron a los padres que ellos eran los encargados, los responsables ante Dios del alma e incluso, después de todo, del cuerpo de sus hijos. En lo sucesivo se reconoce que el niño no está preparado para afrontar la vida, que es preciso someterlo a un régimen especial, a una cuarentena, antes de dejarle ir a vivir con los adultos. Este interés nuevo por la educación se implantará poco a poco en el núcleo de la sociedad y la transformará completamente. La familia deja de ser únicamente una institución de derecho privado para la transmisión de los bienes y el apellido, y asume una función moral y espiritual; será quien forme los cuerpos y las almas. Entre la progenie física y la institución jurídica existía un vacío que colmará la educación. El interés por los niños inspira nuevos sentimientos, un nuevo afecto que la iconografía del siglo XVII ha expresado con insistencia y acierto: el sentimiento moderno de la familia. Los padres ya no se contentan con engendrar hijos, con situar sólo a algunos de ellos, desinteresándose de los otros. La moral de la época exige dar a todos sus hijos, y no sólo al mayor, e incluso a finales del siglo XVII a las hijas, una formación para la vida. Por supuesto, la escuela es la encargada de esta preparación. Se sustituye el aprendizaje tradicional por la escuela, una escuela transformada, instrumento de una disciplina severa, protegida por la justicia y la policía. El desarrollo extraordinario de la escuela en el siglo XVII es una consecuencia del nuevo interés de los padres por la educación de los hijos.

El libro de Ariés sobre la infancia y la familia, según Becchi y Julia (1998:14), se considera como emblemático de una cierta ruptura, por el eco que ha suscitado en diversas partes del mundo, ha fecundado todo un campo de investigación entonces muy poco cultivado. Poco o mucho, todos los historiadores que escriben hoy en día sobre la historia de la infancia están obligados –ya sea para criticar o seguir sus conclusiones- a tener como referencia a esta obra pionera que conquistaba un nuevo territorio, o mejor dicho, un nuevo sujeto para la historia. Claro está, varias críticas de fondo recibió la obra de Ariés. De una parte, comentan Becchi y Julia (1998:18), se le critica su concepción de la infancia, es decir, una concepción que hacia demasiadas concepciones al fijismo de la psicología tradicional y se encerraba en categorías psicológicas discutibles como el instinto, asimismo, se le reprochaba, su negligencia de la psicología moderna de la infancia, porque el niño no es solamente el vestido, el juego, los juguetes, la escuela e inclusive el sentimiento de infancia, esta es una persona, un desarrollo, una historia que los psicólogos intentan reconstruir. De otra parte, la segunda ola de críticas dirigidas a la obra de Ariés tiene que ver con errores propios del método empleado por el autor, quien al partir de una cuestión contemporánea remonta el curso de la historia generándole un sentimiento de obsesión de hallar y determinar el origen del sentimiento de la infancia, cuando los sentimientos de otras épocas o momentos difieren de los de hoy en día. También se le crítica su actitud frente a la iconografía, al focalizar su atención en los temas religiosos y dejar de lado casi todos los aspectos seculares del período estudiado, pero además, se le reprocha haber empleado a la imagen como una simple ilustración de la historia social sin adentrarse en una profunda y autónoma perspectiva indagación iconográfica. En este contexto, DeMause (1991), considera que el historiador francés deja no sólo en el limbo el arte de la Antigüedad sino que hace caso omiso de abundantes pruebas de que los artistas medievales sabían ciertamente pintar niños con realismo. El argumento etimológico que emplea Ariès para demostrar el desconocimiento del concepto de infancia en cuanto tal es igualmente insostenible. En todo caso, la idea de la “invención de la infancia” es tan confusa que resulta extraño que la hayan recogido últimamente tantos historiadores. El segundo argumento de Ariés, a saber, que la familia moderna limita la libertad del niño y aumenta la severidad de los castigos, está en contradicción con todos los datos, concluye DeMause. Más allá de las fundamentadas críticas, las fecundas y audaces tesis planteadas en el libro de Aries demuestran que su está a la altura de los debates que generan en el conjunto de las ciencias sociales las nuevas investigaciones, convirtiéndose así en un punto de partida y de referencia obligado en los estudios de la infancia. Como afirma Ulivieri (1986), si la obra del historiador francés marcó el momento del descubrimiento historiográfico de la infancia, la de DeMause intenta recorrer y fundamentar científicamente tal historia. 

1. 2. Infancia y modelos de crianza DeMause (1991) no acepta la existencia de una hipótesis de “felicidad” inicial de la infancia y, basándose en una periodización que se fundamenta en la transformación gradual en sentido positivo de la relación entre el adulto y el niño, esboza una historia de la infancia desde la Antigüedad hasta hoy; en la cual la evolución de los modelos de crianza siguen este proceso: 1) infanticidio; 2) abandono; 3) ambivalencia; 4) intrusión; 5) socialización; 6) ayuda. En definitiva, según de Mause, los padres y adultos del pasado no carecían de amor a los hijos, pero les faltaba “la madurez emocional necesaria para ver al hijo como persona”. Frente al niño, el adulto puede adoptar diversas formas de “reacción”: puede usarlo para satisfacer su inconsciente (reacción de proyección), puede verlo como sustitutivo de un personaje que él echa de menos (reacción de reversión) y puede sintonizar con las necesidades del niño (reacción de regresión por empatía); porque: “esta última forma de reacción se ha alcanzado recientemente y sólo en determinados segmentos de la población, está claro que la variación de los modelos de crianza no es igual en todos los países y en todos los medios sociales; así, la relación con la infancia es susceptible aun hoy de una amplia gama de actitudes que van desde el infanticidio a la relación empática. (....) Cualquier intento de periodizar la historia de la educación infantil debe tener en cuenta que la evolución psicogenética procede con diverso ritmo en las diversas líneas familiares y que muchos padres quedan bloqueados al nivel de modelos históricos anteriores” (DeMause:1991: 23) Como todo esquema interpretativo, éste de la aplicación de principios psicológicos a la historia de la infancia corre el peligro de ser reductivo, “esquemático”, sin embargo, nos advierte hasta qué punto ha intervenido la violencia en la vida infantil y, lo que es mucho más desolador, se constata que la violencia constituye la norma de comportamiento para con la infancia, norma que muchas veces no ha sido ni siquiera puesta en cuestión. La “teoría psicogénica” de la historia esbozada en la propuesta de DeMause comienza con una teoría general del cambio histórico. Postula que la fuerza central del cambio histórico no es la tecnología ni la economía, sino los cambios “psicogénicos” de la personalidad resultante de interacciones de padres e hijos en sucesivas generaciones. Esta teoría entraña varias hipótesis, sujetas cada una de ellas a confirmación o refutación con arreglo a los datos histó- ricos empíricos: 

(a). La evolución de las relaciones paternofiliales constituye una causa independiente del cambio histórico. El origen de esta evoución se halla en la capacidad de sucesivas generaciones de padres para regresar a la edad psíquica de sus hijos y pasar por las ansiedades de esa edad en mejores condiciones esta segunda vez que en su propia infancia. Este proceso es similar al del psicoanálisis, que implica también un regreso y una segunda oportunidad de afrontar las ansiedades de la infancia. (b). Esta “presión generacional” en favor del cambio psí- quico no sólo es espontánea, originándose en la necesidad del adulto de regresar y en el esfuerzo del niño por establecer relaciones, sino que además puede darse incluso en períodos de estancamiento social y tecnológico.
 (c). La historia de la infancia es una serie de aproximaciones entre adulto y niño en la que cada acortamiento de la distancia psí- quica provoca nueva ansiedad. La reducción de esta ansiedad del adulto es la fuente principal de las prácticas de crianza de los niños en cada época. 
(d). El complemento de la hipótesis de que la historia supone una mejora general de la puericultura es que, cuanto más se retrocede en el tiempo menos eficacia muestran los padres en la satisfacción de las necesidades de desarrollo del niño. 
(e). Dado que la estructura psíquica ha de transmitirse siempre de generación en generación a través del estrecho conducto de la infancia, las prácticas de crianza de los niños de una sociedad no son simplemente uno entre otros rasgos culturales; son la condición misma de la transmisión y desarrollo de todos los demás elementos culturales e imponen límites concretos a lo que se puede lograr en todas las demás esferas de la historia. 

Para que se mantengan determinados rasgos culturales se han de dar determinadas experiencias infantiles, y una vez que esas experiencias ya no se dan, los rasgos desaparecen. La periodización que elabora el historiador norteamericano debe considerarse como una indicación de los tipos de relaciones paternofiliales que se daban en el sector psicogeneticamente más avanzado de la población en los países más adelantados y las fechas dadas son las primeras en que DeMause encontró en las fuentes ejemplos del tipo correspondiente. La serie de seis tipos representa una secuencia continua de aproximación entre padres e hijos a medida que, generación tras generación, los padres superaban lentamente sus ansiedades y comenzaban a desarrollar la capacidad de conocer y satisfacer las necesidades de su hijos. Dicha serie ofrece una taxonomía útil de las formas contemporá- neas de crianza de los niños.

Como el niño resultaba mucho menos peligroso, era posible la verdadera empatía, y nació la pediatría que, junto con la mejora general de los cuidados por parte de los padres, redujo la mortalidad infantil y proporcionó la base para la transición demográfica del siglo XVIII. (e). Socialización (Siglo XIX- mediados del XX). A medida que las proyecciones seguían disminuyendo, la crianza de un hijo no consistió tanto en dominar su voluntad como en formarle, guiarle por el buen camino, enseñarle a adaptarse, socializarle. El método de la socialización sigue siendo para muchas personas el único modelo en función del cual puede desarrollarse el debate sobre la crianza de los niños y de él derivan todos los modelos psicológicos del siglo XX, desde la “canalización de los impulsos” de Freud hasta la teoría del comportamiento de Skinner. Más concretamente, es el modelo del funcionalismo sociológico. Asimismo, en el siglo XIX, el padre comienza por primera vez a interesarse en forma no meramente ocasional por el niño, por su educación y a veces incluso ayuda a la madre en los quehaceres que impone el cuidado de los hijos. (f). Ayuda (comienza a mediados del siglo XX). El método de ayuda se basa en la idea de que el niño sabe mejor que el padre lo que necesita en cada etapa de su vida e implica la plena participación de ambos padres en el desarrollo de la vida del niño, esforzándose por empatizar con él y satisfacer sus necesidades peculiares y crecientes. No supone intento alguno de corregir o formar “hábitos”. El niño no recibe golpes ni represiones y sí disculpas cuando se le da un grito motivado por la fatiga o el nerviosismo. Este método exige de ambos padres una enorme cantidad de tiempo, energía y diálogo, especialmente durante los primeros seis años, pues ayudar a un niño a alcanzar sus objetivos cotidianos supone responder continuamente a sus necesidades, jugar con él, tolerar sus regresiones, estar a su servicio y no a la inversa, interpretar sus conflictos emocionales y proporcionar los objetos adecuados a sus intereses en evolución.

 Como conclusión sobre su teoría de la historia de las concepciones de la Infancia, DeMause1 considera que: 1 El resultado de este proyecto es precisamente el libro Historia de la infancia; en éste se incluyen además del trabajo de Lloyd deMause, las siguientes colaboraciones: “Barbarie y religión: la infancia a fines de la época romana y comienzos de la edad media”; “Supervivientes y sustitutos: hijos y padres del siglo IX al siglo XIII”; “El niño de clase media en la Italia urbana, del siglo XIV a principios del siglo XVI”; “El niño como principio y fin: la infancia en la Inglaterra de los siglos XV y XVI”; “Naturaleza y educación: pautas y tendencias de la crianza en los niños en la Francia del siglo XVII”; “La crianza de los niños en Inglaterra y América del Norte en el siglo XVIII”; “Un período de ambivalencia: la infancia en América del Norte en el siglo XVIII”; “Ese enemigo es el niño”: la infancia en la Rusia imperial”; “El hogar como nido: la infancia de la clase media en la Europa del siglo XIX”.

“la teoría psicogénetica ofrece un paradigma nuevo para el estudio de la historia. Con arreglo a esta teoría, el supuesto tradicional de la mente como tabula rasa se invierte y es el mundo el que se considera como tabula rasa; cada generación nace en un mundo de objetos carentes de sentido que sólo adquieren su significado si el niño recibe un determinado tipo de crianza. Tan pronto como cambia para un número suficiente de niños el tipo de crianza, todos los libros y objetos del mundo quedan descartados por inútiles para los fines de la nueva generación y la sociedad empieza a moverse en direcciones imprevisibles. Todavía hemos de averiguar cómo se relaciona el cambio histórico con el cambio de las formas de crianza de los niños.” (De Mause,1991: 92). La obra de Lloyd de Mause, también ha sido objeto de críticas. Para Becchi y Julia (1998 :20-22), los supuestos esta obra asociada al desarrollo de la escuela psico-histórica americana son seriamente discutibles. El primer postulado es una teoría del cambio histórico que ve en los cambios « psicogeneticos » de la personalidad, es decir, en los cambios producidos por la interacción de los padres y de los niños durante generaciones, el motor de la historia, este motor es una causa autónoma del cambio histórico que actúa independiente de todo cambio social o tecnológico. El segundo postulado, igual de incomprobable que el primero, reposa sobre una teoría lineal de la historia: esta «produce un mejoramiento general de la situación de la infancia », y la periodización de los modos de relación más comunes entre padres y niños de los sectores más favorecidos de la sociedad y en los países socialmente avanzados », conduce a un « extraño » esquema de seis modos que aparecerían sucesivamente. En realidad, concluyen, Becchi y Julia, es la constitución del repertorio de los hechos planteados por Lloyd de Mause que pone problemas, pues los hechos están deliberadamente sacados de su contexto histórico sin mostrar la menor tentativa, aún la más elemental, de crítica histórica del testimonio empleado.

1. 3. La infancia como categoría sociopolítica moderna: La historia concebida como disciplina conformada por diversos campos discursivos y estudio de las relaciones de poder, posibilita una aproximación a la génesis de la moderna percepción social de la infancia (Varela, 1986). Un análisis de la infancia en tanto que institución social permitirá comprender las diferentes percepciones que de la misma han existido en Occidente desde los tiempos modernos. En este contexto, la genealogía del campo infantil, sus reglas de constitución y sus transformaciones, permite captar mejor sus significaciones actuales. En este contexto genealógico se plantean dos aproximaciones fundamentales al mundo de los niños, a saber: una, obra de humanistas y moralistas que se configura a partir del siglo XVI; y otra, cuyo agente social más reconocido fue Rousseau y que data por tanto del siglo XVIII. Ambas están relacionadas y constituyen, particularmente la última, la antesala de las actuales representaciones de la infancia. La primera definición moderna de la infancia emerge al interior de la formación de los estados administrativos y está vinculada a procesos que señalan el derrumbamiento del régimen feudal y el paso a una nueva organización social que comienza a estabilizarse en el siglo XVII. Reformadores protestantes y contrerrevolucionarios católicos diseñan una amplia estrategia de gobierno cuyas tácticas de intervención abarcan desde la construcción del Estado a la educación de la primera edad. 
Los nuevos modos de socialización que comienzan a difundirse a partir de Trento constituyen uno de los múltiples dispositivos encaminados a definir y a fijar las nuevas identidades sociales. A partir de comienzos de la Edad Moderna, la infancia queda prendida en los hilos de una tupida red. En esta red las modificaciones que sufrió la educación infantil y, en particular, la definición que de ella elaboran los humanistas del siglo XVI no es sino un paradigma, un modelo a imitar. De hecho, tal como acontece en la actualidad, existieron entonces diferentes infancias cuyas formas de socialización variaron considerablemente. Como evidencia se pueden leer los tratados de educación y los libros de cortesía dirigidos a príncipes y nobles y compararlos con la Ratio Studiorum de los jesuitas para comprobar las diferencias. 
Las distancias se agrandan todavía más si hacemos intervenir a los hijos del pueblo y si además de la posición social se tiene en cuenta la variable sexo. La percepción moderna de la infancia nos remite entonces a imperativos de carácter religioso y político, pero además está también relacionada con factores demográficos y sociales. Como se ha señalado, algunos autores (Ariés, DeMause, etc.) destacan no sólo el influjo que en el nuevo sentimiento de la infancia tendrá la disminución de la mortalidad infantil y la extensión de las prácticas contraceptivas sobre todo en las clases altas, sino también la afirmación del estado medio, la futura burguesía, grupo que comienza a tener esperanza en el futuro y la deposita en sus hijos que no dejan de ser sinónimo de esa fuerza del porvenir. Las nuevas formas de distribución del poder social exigirán modos específicos de educación de los niños quienes dejarán, y esto es valido sólo para los hijos de los grupos con recursos, de ser socializados directamente por la comunidad, de aprender el oficio de sus mayores, de participar con los adultos en trabajos, fiestas, juegos y diversiones. Frente a un medio social denso y cálido donde abundan los intercambios afectivos y los encuentros entre familiares, vecinos, amigos, sirvientes, adultos y niños, los colegios sustituirán al aprendizaje como forma dominante de socialización de las generaciones jó- venes e impondrán, poco a poco, la separación adultos/niños al tiempo que contribuirá a hace realidad la especificidad infantil. Esta importante mutación se realizará en parte con la complicidad de la familia cristiana, espacio afectivo que se cierra cada vez sobre sí mismo, se aleja del ruido de la calle y de una vida de comunidad más amplia, comienza a preocuparse por la educación y el futuro de los hijos, a organizar su vida en torno a ellos y a controlar su número.

El programa educativo construido por Rousseau, así como su redefinición del campo de la infancia son difíciles de comprender si no se sitúan en los albores de la Ilustración, época de amplias transformaciones en el interior de las cuales una clase social, la burguesía, que se ha enriquecido y accedido a un nivel social elevado, se consolida como grupo social alternativo a la nobleza. Para este nuevo grupo social en ascenso, que rechaza el contacto con las clases populares, la familia se ha convertido en un lugar necesario de afectos entre sus miembros, cuya preocupación máxima es la educación de los hijos. El nuevo estilo de vida burgués implica un fuerte control de los sentimientos y de las acciones pese a que no es tan visible como el que reinaba en la nobleza cortesana. Los constantes intercambios sociales, la progresiva división del trabajo, la creciente urbanización, la competitividad en la lucha por la vida imponen nuevas normas de relación, exigen comportamientos estrictamente regulados. Emergen con fuerza dos esferas diferentes: una, la vida privada, íntima y secreta, y, otra, la vida pública. Este proceso supondrá la privatización de numerosas funciones corporales y sexuales. La monogamia, aceptada cada vez más como una institución social obligatoria para los dos sexos, canalizará y regulará la sexualidad. Y si bien el mayor poder social del hombre en la nueva organización social favorecerá una mayor indulgencia hacia sus devaneos extraconyugales, oficialmente le estarán prohibidos al igual que a la mujer, El Emilio se inscribe en esta perspectiva de disciplina interior, de interiorización de las normas, y su aparición no habría sido posible sin la existencia previa de teorías educativas de los humanistas y moralistas y muy especialmente sin las prácticas educativas que se aplicaron y afinaron progresivamente en los colegios de jesuitas que condujeron a la institución de la infancia como clase de edad específica. Rousseau publica en 1762 no sólo el Emilio sino también el Contrato social; ambas obras constituyen las dos caras de una misma moneda: el nuevo orden social del contrato exige un nuevo tipo de súbdito, el ciudadano, producto en gran parte de la nueva educación. 

Como se sugerirá más adelante, el Emilio ha sido uno de los tratados que más ha influido en las corrientes pedagógicas contemporáneas especialmente en la denominada educación nueva, en las diferentes manifestaciones de la escuela activa, y ha sido, en consecuencia, objeto de ataques y de defensas múltiples y apasionadas. Su importancia ha sido tal que habrá que esperar prácticamente a finales del siglo XIX para que la figura de infancia que instituye, el buen salvaje, empiece a ser puesta en cuestión. El Emilio sigue estando, dedicado, aunque nos parezca sorprendente en la actualidad, fundamentalmente a la educación de la infancia masculina. Infancia masculina de la nueva clase social en auge, ya que no boca de su autor el pobre no necesita recibir educación pues tiene lo que corresponde a su estado. Pero, además, según su concepción, la sociedad justa es aquella en la que cada cual ocupa el puesto que le corresponde según sus facultades; sociedad que permite alcanzar la felicidad a los ciudadanos en la medida en que ésta radica precisamente en saber ajustar los deseos a las capacidades. De ahí que aparezca como uno de los portavoces más destacados de la burguesía. Se ha modificado la percepción de la infancia, esta nueva redefinición marcará muy de cerca nuestras actuales percepciones de los niños. De hecho, la visión rousseauniana del niño constituirá la base en la que se asientan numerosas teorías y prácticas tanto psicológicas como pedagógicas. Rousseau escribe por primera vez de forma explícita que el niño no es un hombre en pequeño, que la infancia tiene sus formas de ver, de pensar y de sentir y que nada es más insensato que querer sustituirlas por las nuestras. Elabora en consecuencia, un programa educativo que abarca desde el nacimiento hasta el casamiento de Emilio, programa que ha de desarrollarse lejos de nocivas influencias de la sociedad, en plena naturaleza y siguiendo sus leyes. La educación de Emilio comienza, pues, desde sus primeros días, y se organiza en diferentes y sucesivos estadios, ya que el espíritu está en continua transformación: 
 La edad de la naturaleza: el niño de pecho ((de cero a dos años). - La edad de la naturaleza: el niño (de dos a doce años). - La edad de la fuerza: (de 12 a 15 años). - La edad de la razón y de las pasiones (de 15 a 20 años). - La edad de la cordura y del matrimonio (de 20 a 25 años). El período que abarca de los dos a los doce años referido específicamente al niño, es decir, a la infancia propiamente dicha, si bien en un sentido menos estricto la infancia abarca para Rousseau desde el nacimiento hasta los 15 años. Conviene también señalar que el verdadero ciudadano será el resultado del paso exitoso por todos los estadios. Emilio, durante este período de tiempo, recibirá una educación dirigida a desarrollar sus sentidos, su cuerpo, su sensibilidad. 

La educación intelectual partirá siempre, por tanto, de lo sensible por lo que no conviene que utilice libros ni se aficione a historias o fábulas. La educación intelectual y moral están reservadas para más tarde, la edad de la razón y de las pasiones- ya que el niño carece de razón y, consecuentemente de criterios morales. Esta falta de razón, considerada negativa por los humanistas y reformadores hasta tal punto que sus programas educativos tenían como objetivo principal hacer de los niños seres razonables, aparece en Rousseau como algo natural, de ahí que su plan de actuación parta de este hecho como de algo fundado en la naturaleza. Esta naturalización tendrá efectos sociales profundos y de largo alcance, ya que a partir de ahora no solamente no hay que razonar con los niños, ni ejercitar su razón sino que además la infancia aparece dotada de otra propiedad también natural, la inocencia. Inocencia y sinrazón que combaten el pesimismo de los que veían en el niño un ser vil sometido a la corrupción del pecado original; pero que al mismo tiempo ocultan, enmascaran que la adquisición de estas cualidades fue producto de prácticas sociales concretas. La redefinición rousseauniana del niño -ser sin razón, inocente, débil, estúpido, ignorante- refuerza el estatuto de minoría que para él habían fijado los reformadores que le precedieron. Status que sigue vigente en la actualidad en gran medida, y que ha supuesto, en contrapartida, una dependencia cada vez mayor respecto al adulto.

 La irresponsabilidad y la debilidad infantiles aparecerán, a partir de ahora, íntimamente ligadas a una desorbitante autoridad moral del maestro a la vez que fundan una disciplina interior, poco visible, sin precedentes. En este contexto de historia sociopolítica, la infancia es una categoría sociopolítica de la modernidad que extiende sus influencia hasta nuestros días: “Las figuras de infancia no son ni naturales ni unívocas ni eternas. Las variaciones que han sufrido en el espacio y en el tiempo son una prueba del carácter sociohistórico. Las transformaciones que han afectado a la percepción de la infancia moderna están íntimamente ligadas a los cambios en los modos de socialización. En este sentido se puede afirmar que la categoría de infancia es una representación colectiva producto de formas de cooperación entre los grupos sociales y también de pugnas, de relaciones de fuerza, de estrategias de dominio destinadas a hacer triunfar, como si se tratara de las únicas legítimas, las formas de clasificación de los grupos sociales que aspiran a la hegemonía social. Si la categoría de infancia, incluye diferentes figuras encubiertas bajo una aparente uniformidad, no se hubiese construido resultarían ininteligibles los proyectos educativos elaborados en función de grupos de edad y de prestigio, así como habrían sido inviables códigos científicos tales como los discursos pedagógicos, la medicina infantil y la psicología evolutiva. Todos estos saberes son inseparables de instituciones, organizaciones y reglamentos elaborados en torno a la categoría de infancia que a su vez se ve instituida y remodelada por ellos.” (Varela, 1986: 174) Las figuras de la infancia se ven cada vez más atravesadas en la actualidad por códigos psicológicos y pedagógicos herederos en gran medida del jesuitismo y de Rousseau. El ilustre ginebrino no sólo naturalizó cualidades infantiles y estadios sino que además elaboró programas que pretendían responder a supuestos intereses y necesidades naturales del niño. De algún modo, esta concepción subyacente a toda la psicología evolutiva, con sus estadios, capacidades, lógicas y psicológicas, todo ello encarnado en una especie de niño universal que planea por encima de las condiciones sociales y culturales, tiende a imponerse como la única legitima en cuyo nombre se orquestan reglamentos, programas didácticos y controles (Varela, 1986). 

1.4. Las concepciones de históricas de la infancia en Colombia: de la concepción divina y demoníaca a la concepción moderna del desarrollo psicosocial.
En los últimos treinta años, las ciencias sociales y humanas, preocupadas por la historia de la infancia, han señalado la existencia de diversas nociones de infancia. Así, los temas de análisis nos hablan de los patrones de amamantamiento y de crianza de siglos anteriores, de los patrones de trabajo infantil, de los patrones educativos y recreativos, de las formas de organización familiar, de las prácticas de abandono y maltrato a los niños, de las formas de relación entre padres e hijos, de las variadas y cambiantes actividades religiosas, de las imágenes y concepciones de la infancia. Se puede reiterar la idea de que las realidades sociales que tienen que ver con la infancia no han sido tan estables como se creía. La investigación sobre las concepciones de la infancia en Colombia no ha estado al margen de estas preocupaciones. Si bien no son numerosos los estudios sobre la infancia colombiana, se deben destacar como representativos los trabajos de historia de la infancia de Santafé de Bogotá (Pachón, 1985; Muñoz y Pachón, 1988; 1989; 1991; 1996; Ramírez, 1990), el trabajo de Cerda (1991) sobre las problemáticas sociales de la infancia colombiana contemporánea, así como el notable estudio pedagó- gico-educativo de Sáenz, Saldarriaga, Ospina (1997) sobre la infancia, los métodos de educación y la modernidad colombiana desde comienzos de siglo a 1936. Desde una perspectiva de la historia social en las obras La niñez en el siglo XX (1991), y La aventura infantil a mediados de siglo (1996) Muñoz y Pachón estudiaron la infancia bogotana de comienzos y mediados del siglo XX. Trabajos que pueden ser considerados pioneros en Colombia por su intencionalidad metodológica y disciplinaria. Como punto de partida efectuaron una revisión sistemática de la prensa bogotana desde 1900 hasta 1990. Gracias al cuidadoso trabajo con que múltiples periodistas en el transcurso del siglo consignaron la cotidianidad de la vida de la ciudad se ha podido reconstruir lo que ha sido un siglo de historia de la infancia bogotana, y han iniciado en Colombia un nuevo campo de investigación que dará cabida no sólo al estudio histórico de la infancia, sino al análisis de la evolución de los conceptos, de las metáforas y significados utilizados en la comprensión de la realidad social cotidiana vivida por los niños.

 Las cuestiones o preguntas que orientaron esta investigación fueron, entre otras, la siguientes: ¿Cómo vivía y cómo era el niño pueblerino de comienzos del siglo en comparación con el niño actual de la gran urbe? ¿Qué han hecho los distintos sectores sociales en beneficio o en detrimento del niño? ¿Cómo ha disminuido la mortalidad infantil a lo largo del siglo? ¿Cómo se ha educado al niño en la ciudad? ¿Cómo se paso de las grandes epidemias a la vacunación masiva? ¿Cómo se educaba al niño en las escuelas y cómo en las privadas? ¿Con qué y a qué jugaban los niños? ¿Donde se recreaban y donde se recrean ahora? ¿Cómo era el infanticidio, el abandono y el maltrato a comienzos del siglo y cómo es actualmente? ¿Qué se ha hecho a lo largo de las décadas para proteger a la niñez? Pachón y Muñoz (1991) muestran cómo a comienzos del siglo XX la sociedad bogotana funcionaba bajo los principios de organización militar y religiosa, ambos construidos sobre la base de la desigualdad y la dominación. La guerra hizo que los partidos políticos se convirtieran en guerrillas, en ejércitos del pueblo, y que una vez terminada se pensara que era necesario reforzar el ejercito nacional-conservador. Después de los aires renovadores laicos de la segunda mitad del siglo pasado, y con la ascensión del partido católico-conservador al poder, se produjo una explosión de recuperación religiosa. 
Las comunidades religiosas expulsadas de Francia encontraron en Colombia un buen lugar para llevar a cabo sus actividades educativas y catequistas. Estos principios, religioso y militar, impregnaban todas las instituciones. Las escuelas, con sus grandes internados, parecían más bien cuarteles o conventos. La disciplina que se decía debía regir en las familias para con los niños recordaba la disciplina férrea de aquellos cuarteles o conventos donde el silencio era la palabra vigente, donde estaba reducida al máximo la comunicación entre los subalternos y sólo se permitía con el superior inmediato. La autoridad, tanto escolar como familiar, era una autoridad distante, en aislamiento: el padre a quien se veía poco porque “no tenía por qué encargarse de los hijos, para eso estaba la madre”, y el maestro subido en una tarima y un pupitre, se diferenciaban claramente del resto de la familia y la clase. Lo colectivo primaba sobre lo individual, los privilegios los tenía la autoridad. En las dos instituciones, educación y familia, se reflejaban los principios de organización vigentes. El sistema de dominación era claro. El maestro y el padre dominaban plenamente al resto de miembros de la comunidad. 

La madre, más cercana a los hijos, era la intermediaria en la relación paterna, evitándole al padre las molestias de los hijos, dejándolo libre del contacto con esos pequeños seres a quienes ni entendía, ni sabía cómo tratar. Pero la madre también estaba sometida al padre. Los alumnos, en su totalidad, estaban en posición de sometimiento pleno y si éste no se cumplía, eran expulsados de la comunidad escolar. Los principios de organización social vigentes en la sociedad se reflejaban en todas las instituciones y el niño, a cargo de varias de ellas, caía en situaciones donde las relaciones con él estaban regidas por estos principios. A comienzos de siglo, el niño, en el interior de la familia, debía ser tratado estrictamente. Si se quería hacer de él una persona de bien, los padres no podían tratarlo de forma cariñosa y benevolente porque esto conduciría a un desastre. Pero, a la vez, los niños abandonados debían ser tratados cariñosamente, de acuerdo con los principios religiosos de la caridad cristiana. Los unos tratados con autoridad férrea como en el ejército; los otros con hermandad cristiana como predicaba el evangelio. La educación se veía sometida a la misma contradicción: un sinnúmero de reglamentos en los cuales se ponía de manifiesto la autoridad rígida, aisladora, exigente, y por otro lado, los principios de la libertad que comenzaban a aparecer. La libertad de expresión se volvía una manera de educar abierta y creativamente. Pero igualmente, se concebía la educación, tanto en la escuela como en la familia, como un proceso progresivo de dominación de las pasiones. La concepción religiosa de lo demoníaco y lo divino en el hombre, la necesidad de librarlo del yugo del pecado para permitir que sus aspectos bondadosos aparecían, lo que predominaba. De nuevo era la visión antigua de la religión, no aquella del nuevo evangelio del amor, la que regía, sino la antigua de Dios padre omnipotente y despiadado que castigaba fieramente cualquier desviación de los principios religiosos. Todos estos aspectos de orden militar y religioso ligados a la familia y a la escuela los sufría el niño desde pequeño. La actitud frente a la muerte y la vida de los niños, a comienzos de siglo, reflejaba dos tendencias contradictorias: moría el “angelito” pero no representaba mayor cosa su muerte; moría con tanta frecuencia y era tan fácilmente reemplazable que no se convertía en evento social, ni religioso, digno de mención. Se enterraba fuera del cementerio, en los solares de la casa. Eran tan buenos que no podían convertirse en malos espíritus. La medicina, como el sector moderno de la ciencia, era la que reivindicaba la presencia del niño y legitimaba su vida. Buscaba por todos los medios mejorar la condición de salubridad y la atención del enfermo. Pero el ejercicio normal del cuidado de los enfermos, ya no por la ciencia sino en el interior de las casas, estaba lleno de religiosidad. El tratamiento hospitalario y el tratamiento al enfermo tenían una característica importante: el aislamiento. 


El carácter contagioso de muchas de las enfermedades hacía que los enfermos tuvieran que ser aislados en cuartos alejados del resto de la casa. Esto recuerda la concepción del calabozo en el ejército y en la cárcel, y el de la celda de clausura en los conventos. La enfermedad conservaba, en mucho, los componentes de lo demoníaco, de la maldición. Las epidemias y las muertes se vivían como bendición de Dios o como castigo divino. Contra toda esa concepción religiosa luchaba la nueva ciencia, sin quedar totalmente ajena a las formas de relación vigentes en la sociedad. El médico era el gran sacerdote moderno que actuaba desde la misma lejanía, desde el mismo aislamiento. Se oponía, en su racionalismo, a los principios religiosos que consideraba le impedían muchas veces, participar activamente en la labor de mejoramiento de la condición de vida de los niños. El niño enfermo era aislado de su madre y de sus hermanos, lo cuidaba alguien diferente, más fuerte, que podía afrontar el peligro de la enfermedad. Los gremios de artesanos, dedicados a la producción, sin un mercado adecuado, con dificultades en la obtención de medios de producción, junto con los profesionales, ejercían un control sobre la naturaleza y la transformaban. Los niños artesanos, como aprendices, eran los “soldados rasos” del gremio. Totalmente sometidos, debían obedecer para aprender. La jerarquía y la disciplina recaían sobre el niño. La niñez participaba de desfiles al estilo militar y de procesiones al estilo religioso. Se le veía en los parques envuelta en vestidos “seudomilitares” o vestidos religiosos que reflejaban promesas hechas en momentos de peligro de muerte. El niño jugaba a la guerra, pero también jugaba a bautizos y entierros.
Las familias ateas y antimilitaristas, que también las había, se enfrentaban con la misma vehemencia que sus opositores, e imponían con fuerza sus creencias y actitudes librepensadoras en sus hijos. Los niños, en esas condiciones, se enfrentaban a influencias opuestas que exigían sometimientos contrarios y aprender a decir que sí, aunque lo que se afirmara fuera lo contrario. Se sometían como única alternativa de supervivencia social.

El niño, en las primeras décadas, apenas sí sobrevivía y cuando lo hacía tenía que someterse en cuerpo y alma a la autoridad. Aquellos que se rebelaban y salían a la calle, tenían que enfrentar condiciones difíciles. Nuevas autoridades ejercían su dominación y violencia sobre ellos. Creaban como alternativa de organizaciones de “grupo de gamines” que parecían pequeñas organizaciones militares y religiosas, donde la obediencia era ley y se exigía con la misma fuerza que en la familia. Allí la jerarquización implicaba un sistema de dominación rígido del cual era impensable salirse. El exceso de autoridad, dominación y obediencia que se le aplicaba y exigía al niño, no era más que otra manifestación del infanticidio que históricamente había caracterizado estas sociedades. La obediencia ciega equivalía al no ser y exigía un ser al margen, donde nadie se diera cuenta, o un ser delictivo para crear un nuevo espacio donde existir. Todavía se hablaba de nodrizas en esta época, de nodrizas mortales en cuyas manos perecían muchos niños. La miseria permitida y fomentada era causa constante de mortalidad infantil y una forma encubierta de infanticidio. La orfandad, el abandono, el maltrato, todos ellos vigentes en estas primeras décadas eran formas de hacer sentir al niño que no importaba, que no existía nadie que pudiera encargarse de él y quererlo, que tenía que debatirse por sí solo para sobrevivir. Si algo podía hacerse era aislarse entre iguales para que la oposición a los adultos fuera más efectiva. Predominaba el ejercicio de la dominación violenta sobre el niño. Algunos, los menos, empezaban a gozar de algunos privilegios en la soledad de sus cuartos de juego. Otros vagaban solos por la vida y muchos morían sin atención alguna.


<<El concepto de niñez oscila entre lo demoníaco
y lo divino. El niño era fundamentalmente “un don de
Dios”, y su origen divino, hacía que cualquier rechazo
fuera considerado un “sacrilegio”. Ese ser de origen
divino venía, sin embargo, cargado de “malos impulsos”
que había que “dominar con ternura pero con firmeza”
y frente a quien no había que claudicar pues
cualquier triunfo en este sentido lo llevaría a la desgracia.
Aunque el niño era responsabilidad de los padres,
era a la madre a quien se le dirigían, casi siempre, los consejos de cómo tratarlo.>> 
 (Muñoz, Pachón, 1991: 365. Negrilla mía).
Se decía que el exceso de ternura hacía a los hijos débiles y díscolos, inclusive “neutros” (homosexuales se diría hoy), y que el exceso de dureza, podían hacerlos rebeldes hasta el punto de no desarrollar ningún afecto hacia sus padres. El niño muy pocas veces era un ser a quien se le reconocían necesidades propias y personalidad. Eran los padres los que hacían al niño y lo hacían a imagen y semejanza con su ejercicio y con su “disciplina consistente y permanente”. El niño era un ser a quien había que cuidar. No eran bien vistos ni el infanticidio ni el abandono, aunque se sucedían ambos con bastante frecuencia. El niño requería todos los cuidados desde la cuna hasta que creciera y pasara a manos de la escuela, fecha en que se le dejaba prácticamente a cargo de los maestros. Sólo en períodos de vacaciones regresaba a su casa. Otras veces el niño, desde muy temprana edad, era el abandonado en las puertas de las casas, en los atrios de las iglesias y recogido por “almas caritativas” que lo encerraba en hospicios hasta que lograban colocarlo en un taller o en un trabajo. Aunque en forma ideal, era la familia, especialmente la madre, la que debía encargarse del niño, las clases altas delegaban esta responsabilidad en nodrizas y en sirvientes; las clases bajas los tenían en tan malas condiciones que morían o los abandonaban para librarse de ellos y para darles “mejores oportunidades”. El niño era un “bien de Dios” o una “maldición divina”. 

No había un concepto coherente de niñez. Este variaba según las clases sociales a la que se pertenecía. El concepto más moderno se tenía en la clase media, de origen profesional, donde la ciencia, la lectura y el cambio eran tolerados y facilitados. El concepto de bendición de Dios, pero a cargo de otros, se presentaba en las capas altas de la sociedad y el concepto de estorbo estaba presente sobre todo, en las clases bajas, donde una boca más era siempre un problema. El niño seguía siendo, sin embargo, quien más fácilmente moría y entonces se convertía en ángel del cielo, en rosa, en flor, en ser que protegía a los adultos. La niñez se calificaba con palabras como “inocente”, “pura”, “verdadera” e “inofensiva”, “toda maravilla”, “un paraíso perdido”. Se llegaba a decir que el niño no sufría, simplemente lloraba para aprender. Lo que se hacía con el niño estaba estrechamente ligado a la concepción de lo que él era y de lo que se podía hacer de él. La niñez era concebida en términos de pasiones, malos impulsos, malas orientaciones que debían ser corregidas desde muy temprano. Pero el niño era también alguien a quien no se entendía y a quien no había por qué hacer sufrir. Unas veces el sufrimiento y el control eran la única forma de hacer “personas de bien”, otras la benevolencia crónica era indispensable. Se ponía énfasis en la necesidad de educarlos antes en la casa para que aprendieran mejor en la escuela y supieran respetar la autoridad de los maestros. El tratamiento de protección y ayuda que se aplicaba a la niñez abandonada contrastaba con la idea de dureza hacia la niñez doméstica, al punto de un paralelismo opuesto: para los primeros toda protección, consuelo y ayuda, mientras que para los otros rigor, exigencia y control.

Para la educación, el niño era un ser concebido como moldeable, como objeto posible de organizarse en un todo coherente y sano que le aseguraba su buen funcionamiento dentro de la sociedad. Con esto se garantizaba que la sociedad evolucionara bien, siempre y cuando se actuara antes de que hubiera desarrollado los vicios incorregibles que hacían imposible cualquier intervención de los maestros. La necesidad de adecuar la educación a la edad y a las habilidades de los alumnos exigía la domesticación del niño, hacer de él un ser bueno, con voluntad fuerte, amante de lo bello y de la verdad; un ser perfecto. Los médicos y su práctica ayudan a consolidar el concepto del niño. Consideraban que el niño llegaba al mundo con taras físicas y morales que podían ser corregidas a través de la educación; decían que el niño tenía un cerebro maleable y que por lo tanto el educador podía modificar y así atenuar las tendencias hereditarias. Mediante la educación se podía desarrollar y mejorar la cualidades morales, disciplinar a los alumnos y formar caracteres enérgicos. El niño era concebido como ser maleable e imperfecto fí- sica, intelectual y moralmente, además de irreflexivo y frágil. De ahí el gran papel que se le asignaba a la educación y al maestro, en cuyas manos estaba moldear esta masa informe y hacer de ella un ser de bien, racional y cristiano. El Hogar Católico en su edición del 2 de febrero de 1910, en un artículo titulado “La educación, ideal supremo”, describía la educación de la forma siguiente: “...debe mirar el perfeccionamiento de todo su ser, así en lo físico e intelectual, como en lo moral y religioso, individual y social...educar es sacar al hombre...de la debilidad a la firmeza, de la endebles a la salud, de la ignorancia al saber, de la bajeza a la dignidad, de la inercia a la actividad, de la acción irreflexiva a la acción orientada, pensada y consciente, de la impotencia al poder, del yugo y esclavitud de pasiones y pecados al dominio de sí mismos, de la vida cuasi embrionaria y animal a la vida racional y mortal, humana y cristiana...”  (Muñoz y Pachón, 1991: 372).

Padres, maestros y sacerdotes aparecen como la trinidad educadora de la época y constituyen aquellos pilares en los que la sociedad depositó la responsabilidad de perfeccionar esos seres maleables e imperfectos, irreflexivos y frágiles y encauzarlos por el camino de la vida racional y cristiana. La prensa bogotana revisada abunda en metáforas religiosas, militares y campesinas para referirse a la infancia. El niño es ángel, o demonio, hijo de Dios o hijo del diablo, lleno de pasiones, lleno de virtudes. Soldado raso, combatiente, el niño es una planta que hay que regar, una tierra que hay que arar. Se encuentran también metáforas científicas: los niños son seres biológicos, entes psicológicos, seres sociales. A comienzos del siglo se empieza a ver la lucha entre las metáforas religiosas, morales, militares, campesinas y las metáforas científicas; la lucha entre la visión religiosa y militar de la niñez y las instituciones que lo protegían y la visión educativa, sanitaria, laboral y psicológica, de las nuevas instituciones. En un artículo publicado en 1910 por el Hogar Católico, se preguntaba el autor qué era lo que encantaba de los niños, y respondía diciendo que era su inocencia, cualidad que los hacía comparables con los ángeles, mientras lo que espantaba y atemorizaba era la suerte de su porvenir: “La única pena que produce en el alma la presencia de un niño es el sentimiento de que dejará de serlo”. 
Los llamados a cuidar de la infancia, los padres y educadores, eran los que tenían la responsabilidad de despejar la incertidumbre sobre lo que podía ser ese niño, eran los llamados a disipar ese futuro incierto que les esperaba. Frente a esa educación y cuidado que debía dársele a la infancia, los niños eran clasificados en dos categorías: los “los niños caseros”, aquellos que tenían padres y hogar; y los “niños de la calle”. Frente a los primeros la conducta a seguir debía ser “severa y nada mimosa”. Al respecto decían: “Los niños son como cera, fáciles de recibir cualquier sello que se les imprima; pero lo que blandamente y sin fuerza en ellos se graba, aprisa se borra...entiendo por mimo no sólo colmar al niño de regalos y caricias exageradas, sino que dejar campar sus defectos, no corregir con mano dura sus aviesas inclinaciones, disimular su egoísmo, indocilidad, falacia o propensión a la mentira...Un niño a quien estáis contemplando todo el día y riéndole las gracias, ¿qué queréis que sea sino un ególatra o adorador de sí mismo? Le tomáis a chiste las mal sonantes palabras; ¿qué lengua queréis que saque mañana? Le sugerís ideas de superioridad y jactancia; ¿qué ha de salir sino un “baby” presumido y tontuelo?...El remedio sería la imposición de una mayor autoridad que la suya. Pero si de pequeñitos fueron ya verdaderos reyezuelos en su casa, ¿cómo sofrenarlos y domesticarlos, cuando cada pasión es en ellos un tirano y todas ellas una manada de fieras sueltas, hambrientas? 
La rebelión, el culto de sí mismo, he ahí las dos virtudes del antiguo mimoso” (El Hogar Católico. Bogotá, diciembre 27 de 1910. Citado por Muñoz y Pachón, 1991: 375). Mientras la educación ideal de los niños caseros se caracterizaba, según este documento por la severidad, el autoritarismo, la ausencia de mimo y su domesticación, frente a los niños callejeros la concepción era totalmente opuesta: “...guardéis los mimos para esos otros muchachuelos esquivos, vecinos de los perrillos de la calle, nacidos entre el frío de la miseria y el hielo del indiferentismo, acaso engendrados por el vicio, y de seguro por él amaman tados con la leche amarga de la impudicia, de la blasfemia, del robo, del matonismo, de la anarquía. Mimarlos a esos no es alabar su obra, ni ayudarlos a vivir en el arroyo, y a confirmarse en su vida nómada y errante. Es ayudar a recogerlos y darles en el regazo de la religión la cuna que no les dio su madre... mimarlos es amarlos de veras con la caridad de Jesucristo...Dios bendecirá los mimos que negáis a vuestros hijos para dárselos a los ajenos” (El Hogar Católico. Bogotá, diciembre 27 de 1910. Citado pro Muñoz y Pachón, 1991: 376) Ahora bien, esta concepción de infancia de comienzos de siglo en Bogotá, vario sustancialmente dos décadas después. El concepto de niño en la Bogotá de comienzos del siglo entendida como: el niño demoníaco o divino, ángel o demonio, flor inmaculada, rocío de la mañana, árbol que hay que cuidar e impedir que se tuerza, tabula rasa en la cual hay que imprimir las bondades del mundo adulto, fue reemplazado a mediados de siglo (1930-1950) por el niño con necesidades propias que hay que respetar, con necesidad de espacio propio que hay que otorgarle, como ser potencial que pueda desarrollarse si se le da el medio adecuado para que lo haga. Ya no es ángel ni demonio ahora es un ser humano que requiere del mismo respeto que el adulto, que debe ser cuidado, con atención, que debe estar, desde pequeño, en manos de un personal especializado que sepa cómo tratarlo y no encomendarlo a manos inexpertas.

 De la vida del niño entregado por Dios a los padres para que lo cuiden mientras regresa a su seno, se pasó a la idea de un niño engendrado responsablemente y asistido, no por temor a Dios, sino porque se lo consideraba un ser que necesita de la atención adulta por un tiempo mayor. El proceso de transformación de la concepción de infancia antes señalado es abordado en el estudio La aventura infantil a mediados de siglo (Muñoz, Pachón, 1996). Inicialmente, las autoras constatan como los hallazgos primer período estudiando en lo que tiene que ver con el abandono, el maltrato y el infanticidio continuaron siendo fenómenos corrientes en Bogotá dos décadas más tarde. Sin embargo, algunos cambios cualitativos en la situación de la infancia se habían producido entre tanto. La protección a la niñez que estaba en manos de la caridad a comienzos del siglo, fue reemplazada por la protección a cargo de instituciones de carácter municipal, departamental y nacional. Las grandes epidemias y la alta mortalidad infantil quedaron atrás, fueron reemplazadas por un aumento notorio de la población menor de quince años y un grave estado de desnutrición de los niños pobres de la capital. La incipiente educación pública de comienzos de siglo sufrió una gran expansión a mediados de siglo. La educación de orientación religiosa pasó a manos de los laicos y surgieron colegios de orientación bilingüe que compitieron con los tradicionales colegios privados. La recreación que se realizaba a principios de siglo dentro de las casonas bogotanas, pasó a realizarse con mayor frecuencia en las calles y parques de los barrios y se diversificó notoriamente con la llegada del cine y la televisión. Los principios de organización vigentes a comienzos de siglo, de carácter militar y religioso, fueron reemplazados por principios administrativos políticos, educativos y científicos y esto se hizo sentir ampliamente a nivel de las instituciones a cargo de la niñez. Para Muñoz y Pachón (1996), a mediados de siglo, el partido liberal ganó de nuevo el poder y el gobierno de López Pumarejo planteó un fortalecimiento administrativo y político del Estado. La reforma fiscal le aseguró una recolección eficiente de impuestos, y la disponibilidad de presupuestos más amplios para aplicarlos a programas de desarrollo económico, administrativo y programas sociales, con énfasis en lo educativo. Con la transición de lo religioso-militar a lo político-administrativo, la niñez, inicialmente a cargo de las instituciones religiosas, pasó a manos de instituciones laicas, de un Estado sin recursos -dependiente de la caridad- a un Estado con recursos; de un Estado que se apoyaba en las suscripciones privadas, a un Estado con cuerpo administrativo y recursos propios. El nuevo estado se hizo sentir en todas las instituciones. 

Si a comienzos de siglo, los principios de organización militar y religiosa impregnaban todas las instituciones, a mediados de siglo, fueron los principios políticos, administrativos y científicos los que impregnaron el funcionamiento institucional, siendo el principio político el dominante. Los nuevos principios político-administrativos, educativos y científicos y la nueva orientación democrá- tica impregnaron todas las instituciones al cuidado del niño. La familia y la escuela se convirtieron en modelos de funcionamiento y reemplazaron al convento y al cuartel de comienzos de siglo. Las antiguas instituciones de protección y rehabilitación de tipo autoritario y masivo, se reemplazaron por las escuelas-hogar. Aquellas normas de crianza que recordaban los diez mandamientos fueron reemplazadas por nuevas reglas que recordaban los reglamentos escolares. A mediados de siglo, el concepto de niñez sufrió una seria transformación. “Lo demoníaco y lo divino fue reemplazado por una referencia directa a las cualidades del niño que había que estimular y a un reconocimiento de la vida emocional del bebé. Los conceptos de pecado y maldad innata se cambiaron por una referencia a los problemas de comportamiento y a las dificultades en el desarrollo de la personalidad, debidas a la intervención inadecuada del ambiente. Si a comienzos de siglo era el alma y el espíritu lo que había que tratar de formar en el pequeño, a mediados de siglo estas palabras fueron reemplazadas por el carácter, como resultante del efecto del ambiente social sobre cualidades innatas del niño. El niño no era un manojo de pasiones o de malos instintos, sino un ser que tenía una cierta constitución que podía ser modificada por el efecto benéfico de la relación con un mundo acogedor. 

La referencia a las virtudes teologales y a los pecados capitales fue reemplazada por una referencia a las cualidades y los defectos de los niños. Aspectos como envidia, mentira, pereza, gula, lujuria, tacañería, o bien fueron involucrados como parte del lenguaje psicológico sin el temor moral de antes, o se les reemplazo por palabras más científicas como bulimia, trastornos de la sexualidad, pasividad y mitomanía. Mucha de la terminología y el ambiente religioso fue tomado por la psicología y por el psicoanálisis de la época con un nuevo carácter cientí- fico” (Muñoz y Pachón, 1996: 330). El cambio de enfoque se hizo sentir cuando se le reconocieron al niño ciertos aspectos de su naturaleza como propios. Las emociones, antiguamente referidas a los adultos, le fueron adjudicadas a los niños; la sexualidad, se observó desde la cuna; los temores y la ansiedad, podían presentarse en los niños. A mediados del siglo, las recomendaciones dadas a las madres sobre el cuidado de sus hijos contenían un componente científico: se les pedía que una vez que descubrieran incomodidades en los niños debían buscar las causas de las mismas. El fenómeno que observaban tenía una causa que debía descubrirse. Ya no era una cualidad inmodificable del niño, o solamente modificable por disciplina, sino algo que estaba sucediendo y que ellas podían descubrir y modificar. Se les sugería que investigaran las causas y las fueran eliminando una a una. El espíritu de la ciencia recayó sobre la madre y sobre la mujer. Se les pidió que observaran, explorasen, descubrieran e hicieran hipótesis sobre lo sucedido. De esta manera el niño y sus expresiones se consideraron como fenómenos que era necesario estudiar y no como hechos inalterables y cualidades inmodificables. No solamente se cambió el concepto de niño, sino el concepto de madre: ya no se la consideraba una madre analfabeta, sino que se le transmitía información científica sobre alimentación, crianza, educación y salud. La madre recibía instrucciones detalladas en el cuidado del niño sano y enfermo, y tenía a su alcance manuales especializados tanto en la puericultura como en psicología e higiene Lo anterior repercutía directamente sobre el concepto del niño ideal. El deseo de tener un niño obediente fue reemplazado por el de un niño independiente. La educación en la familia y en la escuela, reconocía este nuevo concepto. El niño era un ser con naturaleza propia, que tenía características especiales que merecía fueran reconocidas, y no simplemente un ser que había que transformar rápidamente, en adulto. Esto hizo que el trato con el niño cambiará: de un trato autoritario y disciplinario se pasó a un trato abierto, democrático, prudente y dulce, con lo cual se esperaba que el niño encontrará un espacio dónde expresarse. A comienzos del siglo, el niño tenía que acomodarse a lo que de él esperaban los adultos; a mediados de siglo, se pidió a los adultos que respetaran la expresión propia de los niños y que evitaran imponerles su voluntad. Inculcar hábitos seguiría siendo importante a mediados de siglo, pero se insistía en la necesidad que se les mostrase la racionalidad de los mismos. La inteligencia ya no era un bien dado sino algo susceptible de desarrollarse. la imaginación no era mal hábito, sino una cualidad que había que ampliar y darle campo libre. Las fantasías y los sueños de los niños no eran algo que debía combatirse, sino formas útiles de comprensión del mundo. La curiosidad no debía evitarse, era una cualidad deseable y fomentable. La exploración del mundo y de sí mismo era algo que había que ayudarles a desarrollar. El juego no era tiempo perdido, sino una actividad que debía utilizarse permanentemente en la educación y en la formación de hábitos. Si a comienzos de siglo, el énfasis en la educación femenina estaba colocado en la educación doméstica, y la formación que se impartía a las niñas era considerada base y fundamento para la vida familiar. A finales del mediados del siglo, el énfasis estaba colocado en una educación igual a la de los niños que le permitiera entrar a las universidades, cuyas puertas se habían abierto plenamente a la mujer. Ya no era necesario acostumbrar a las niñas desde su más tierna edad “a perdonar las injurias, a ser pacientes, sufridas y mansas.” Por el contrario, se les decía que tenían los mismos derechos que los hombres y que eran iguales a ellos. La niña pasó a prepararse, no para el hogar doméstico, sino para la vida universitaria y profesional. Aunque todavía se conservaban materias como costura, dechado, culinaria, también recibían clases de matemáticas, biología, física, química, historia, geografía y castellano. Desaparecieron la economía doméstica y las labores hogareñas del pensum. El arte de manejar la casa y desempeñar los oficios domésticos ya no era indispensable; tampoco lo era el buen manejo del tiempo y del dinero. Se perdió la importancia del saber cómo comprar las cosas económicamente, cocinar, coser y adornar la casa “con sencillez, armonía y moderación”. La niña se iba preparando desde el hogar, y luego en las escuelas mixtas, a tratarse con los hombres en pie de igualdad. Aunque existían los colegios de un solo sexo, los colegios mixtos se volvían atractivos para aquellos padres que ponían énfasis en una educación idéntica. La igualdad se iba expresando en manera de vestir, los gestos, las salidas con compañeros desde temprana edad, los grupos de amigos que iban solos al cine y a paseos. Algunas niñas aún recibían en sus casas una educación restringida, pero un número, cada vez mayor, podían asumir las actividades fuera de casa, sin el antiguo y estricto control adulto. 

Si a principios de siglo, la niña no tenía más futuro que ser esposa, religiosa o célibe; abnegadas esposas que complacieran plenamente a sus esposos y les ayudaran en momentos de necesidad; desempeñaran la noble tarea de religiosas y célibes a cargo de la educación, la enfermedad, los niños huérfanos y abandonados, los expósitos e inválidos, a mediados de siglo, la universidad les permitía ser profesionales e independientes, interesarse en la niñez desde un punto de vista científico, o bien ser empleadas y profesionales de los centros de atención de los niños. Con el fortalecimiento y la diversificación del Estado y con la aparición de un sistema tributario que incrementó los fondos propios, surgió un tratamiento a la infancia diferente al simple mente caritativo que se encontraba a principios de siglo. El estado comenzó a desarrollar programas especiales para atender las necesidades de salud, educación, bienestar y protección a la infancia. Aportaba fondos para los hospitales, las escuelas y los centros de atención a los niños abandonados. Se destinaban auxilios para asegurar cupos en cada una de estas instituciones.
 Surgieron en forma amplia programas de vivienda, para atender las necesidades de techo de las familias más pobres. Igualmente, surgió la seguridad social como institución de estado para amparar a las familias de los obreros y empleados, y atender las necesidades de la clase trabajadora. El Estado, sin embargo, no era totalmente autosuficiente, sus recursos económicos eran limitados y tenía que apoyarse en los aportes de la caridad pública. Entidades extranjeras e internacionales apoyaron acciones del Estado y las de las instituciones caritativas. A comienzos de siglo, la vinculación de la mujer a las acciones caritativas y de protección al menor provenía de su carácter de mujer; a mediados de siglo, su vinculación se hacía en términos profesionales. Se rompió el vínculo niñez-mujer y comenzó a abrirse el espacio para la atención especializada, de hombres y mujeres, a la infancia. Aunque la caridad también se profesionalizó, y surgió un personal capacitado que se hizo cargo de las instituciones caritativas, los religiosos siguieron vinculados a éstas. Sin embargo, aquellos sacerdotes que se hacían cargo de instituciones educativas, o de protección, tenían el carácter no sólo de sacerdotes sino de profesionales preocupados por la infancia. La aparición de la clase obrera y de las organizaciones sindicales con orientación política, el surgimiento de una conciencia de clase obrera con énfasis en acciones de grupo orientadas a modificar las reglamentaciones laborales de las empresas particulares y estatales, y los logros sindicales, se hicieron sentir con relación a la niñez.

 Aparecieron los subsidios familiares, los subsidios escolares, los jardines infantiles de empresa, y las fiestas navideñas al interior de las mismas. Se rompió el vínculo de caridad-dominación y aparecieron los programas de atención a la niñez como un derecho propio de los trabajadores. De una atención a los pobres para cumplir con la obligación evangélica de la caridad se pasó a una atención obligada de la empresa privada y de la empresa pública para cumplir con los derechos de los trabajadores. El Estado se obligó a cubrir las necesidades de los más pobres, entre los cuales se encontraba el niño. Desapareció la propiedad de los pobres por parte de las familias ricas y surgió la pobreza a cargo del Estado, de la sociedad y de la ciudad. Surgió la responsabilidad ciudadana en oposición a la responsabilidad caritativa y familiar. A comienzos de siglo, el Estado se apoyaba en la caridad, a mediados de siglo, el Estado apoyó la caridad. Se hicieron aportes en dinero a las instituciones, se contrataron profesionales para que atendieran los programas específicos, y se reglamentó y supervisó el funcionamiento a cargo de la caridad. Así mismo, las camas de los hospitales tenían nombre propio y aunque en algunos casos esta costumbre continuó, a mediados de siglo, surgieron los aportes colectivos de los establecimientos educativos, recreativos y laborales que recogían fondos entre sus miembros para atender necesidades de los centros encargados de la atención a la niñez. La relación de familia y pobre se reemplazó por la de la institución y pobre. Si a comienzos de siglo, las causas de la pobreza se atribuían a la voluntad divina, a mediados de siglo, se estableció una relación entre éstas y la problemática social. Las condiciones de empleo, la migración rural urbana, la concentración de la riqueza en pocas manos, se convirtieron en causas que hubo que estudiar, y en explicaciones nuevas al fenómeno de la pobreza, la desnutrición y la desprotección. Esto reflejaba el peso menor que empezaban a adquirir las concepciones religiosas y la aparición de las nuevas ideas administrativas, políticas y científicas. Estas nuevas nociones modifican el esquema de la solución de los problemas. A mediados de siglo, las causas sociales y políticas se manejaban a través de programas de carácter amplio y especializado. El estado, a través de la escuela y los hospitales públicos, junto con las organizaciones de nivel municipal, departamental y nacional, se encargó de la protección de la infancia. 

A principios de siglo, se atendía caso por caso, a mediados de siglo, la realidad social ampliamente problemática, requería de instituciones mayores que se especializaran en la atención colectiva de los niños de la ciudad. esto representó un gran cambio en la concepción del niño, de la problemática de la infancia y de la atención a la niñez. Este mismo fenómeno se observó a nivel internacional con la aparición del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF, y la organización CARE. Las dos instituciones, de índole asistencial en sus inicios, que recordaban un poco el esquema caritativo, fueron adquiriendo, poco a poco, un carácter de atención supraestatal y especializado. Creadas para atender los desastres de la guerra y su efecto sobre los niños ampliaron su medio de acción a los niños de los países del Tercer Mundo. Estas instituciones recogieron las viejas ideas de la Cruz Roja Internacional de comienzos de siglo y comenzaron a atender a los niños pobres del mundo.








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